deseo de dios

desire for god

Solo basta hojear los libros de historia para encontramos con que cada cultura de este mundo ha sentido fascinación por las estrellas. Cada pueblo ha levantado su mirada para observarlas, y algunos estudiando los movimientos de planetas y asteroides. Hay algo especial acerca de las estrellas, ¿no es así? Quizá te haya ocurrido a ti: en la oscuridad y el silencio de la noche, elevar las mirada hacia las estrellas y, sumergido en la fascinación, sentirte pequeño, como una minúscula mota de polvo en la inmensidad del espacio. No es casualidad que la misma palabra deseo venga del latín «estrella». Desear, en un sentido bastante literal, significa: enganchar el corazón a una estrella.

Esas estrellas –objetos de nuestro deseo– nos rodean por todas partes: vemos las estrellas en la sociedad, celebridades que admiramos por su aspecto o por una identificación emocional; tenemos estrellas en el deporte, mujeres y hombres con extraordinarios logros físicos; existen las estrellas del mundo de los negocios y de la política, hombres y mujeres con capacidad de negociar y compeler; y estrellas vinculadas con la belleza, la salud o los logros humanos. Estrellas por todas partes. Por otro lado, existen aquellas estrellas que son más personales: nuestros deseos en la vida, para mi vida. Me refiero a todas esas cosas buenas y nobles que nos gustaría tener, cumplir o incorporar a nuestras vidas, tales como buena salud, la unidad familiar, el deseo amistades íntimas, la estabilidad financiera e incluso el anhelo de una relación más profunda con el Padre. En pocas palabras: el deseo de la verdadera felicidad, de aquella que no se pierde ni acaba. Todos eso deseos son buenos, ¡muy buenos! Sin embargo, debemos tener en cuenta que, al igual que la estrella del Evangelio, estos deseos, estas estrellas apuntan hacia algo mucho más grande que sí mismas.

 

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Nébula Hélice («El Ojo de Dios»), NASA.

Observemos las historia de los Reyes Magos. Habrán sido sacerdotes babilónicos o tal vez astrónomos persas, que miraban y estudiaban las estrellas hasta que vieron una extraña singularidad en una de ellas. No se quedaron estáticos, mirándola maravillados. «¡Observen eso! ¡Miren ese fenómeno, aquella estrella que brilla de manera tan extraordinaria y se comporta de modo extraño!». Por el contrario, emprendieron un viaje. Engancharon sus corazones no a una estrella simplemente, sino a Aquel a quien señalaba. Fue este el deseo que desencadenó su camino y búsqueda.

La famosa frase de San Agustín lo refleja mejor que cualquier otra:

«Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti».

Es esta inquietud en nuestros corazones, que busca quedar saciados definitivamente, la que nos mueve a buscar y desear esas estrellas a nuestro alrededor. Hay una conocida frase que los teólogos usan para expresar esa inquietud, «dei desiderium in corde hominis est scriptum».

«El deseo de Dios está escrito en el corazón del hombre».

Es este deseo de Dios, grabado en nuestros corazones, lo que nos hace buscar, anhelar algo más profundo y más allá que el dinero, el éxito, la fama o el placer; y encontrar aquello a lo que apuntan estas estrellas. C.S. Lewis lo expresará en las siguiente palabras:

«Los libros o la música en que creíamos que se ocultaba la belleza nos traicionarán si confiamos en ellos. Pero realmente no está ni en aquéllos ni en ésta, tan sólo se revela a través de ellos. En realidad, los libros y la música aumentan el deseo de poseerla.

Estas cosas —la belleza, el recuerdo de nuestro pasado— son buenas imágenes de lo realmente deseado. Si se confunden con la cosa misma se transforman, no obstante, en ídolos mudos que rompen los corazones de quienes los adoran. No son, pues, la cosa misma, sino el perfume de una flor no hallada, el eco de una armonía jamás oída, la noticia de un país desconocido».

Nuestras estrellas apuntan a Alguien, ese Alguien que es el objeto verdadero de nuestros deseos.  Hace un par de días, una mujer se me acercó.

–Padre, ¿recuerda la homilía en la que hablaba de cómo Dios se esconde, detrás de un atardecer, detrás de una copa de vino?
–Claro —le respondí—. ¿Por qué?
–Bueno, creo que mi marido no se lo tomó en la manera en la que se pretendía– dijo ella.
– ¡Ay! ¿y qué pasó?
– Bueno, ahora resulta que anda diciendo: ¿Sabes qué? No encontré a Dios en estas dos primeras copitas de vino…¡Voy a ver si lo encuentro en la tercera!

La presencia del Padre se está escondiendo: su infinita belleza, detrás de un radiante amanecer; su ternura, tras la frescura de una rosa; su compasión se esconde incluso detrás de nuestro sufrimiento y nuestros enemigos. Dios se esconde detrás de esas estrellas, esos buenos deseos de nuestras vidas, pero también se esconde en el viaje mismo, y en aquel que busca. Dios nos está ‘buscando’, y es ese ‘buscarnos’ el gran misterio que celebramos en Navidad; el hecho de que Él se «rebajara» hasta nuestra condición humana. De la misma manera en la que nosotros nos agachamos para hablar con los niños y nos ponemos en su mismo nivel; quizás, hasta empleamos a veces una voz más aguda para no sonar amenazantes. Dios ha descendido a nuestro nivel, lo que los teólogos llaman  condescendencia divina, habló nuestro idioma y continúa ahora buscándonos mientras se esconde en otra estrella, en la Sagrada Eucaristía. ¿Lo ves? Dios nos desea infinitamente más de lo que nostros podríamos jamás desearlo a Él. Dios ansía esa comunión, ese deseo de ser uno con Él. Por ciero, la frase latina que mencioné también se puede traducir de otra manera, «El deseo de Dios por nosotros está escrito es el corazón del hombre».

No sé si les conté alguna vez acerca de los primeros síntomas de mi vocación. Fue en la secundaria cuando mis amigos y yo vivíamos la semana emocionados por los viernes, por las fiestas, los encuentros sociales, el cine… ¡pasábamos la semana con nuestra cabeza puesta en el viernes! Fue divertido al principio: la música, las niñas, los amigos, bailar. Pero un sentido de insatisfacción empezó poco a poco a crecer en mi corazón. Recuerdo estar de pie en una fiesta mirando alrededor y preguntándome: «¿En verdad esto es todo? La misma gente bailando las mismas canciones, hablando de las misma otra gente, de lo que dicen,  de lo que visten. ¿Esto es?». Con el tiempo, llegué a comprender que aquella insatisfacción en mi vida no era sino Dios hablándome a través de un deseo más profundo, oculto. Fue a través de esa insatisfacción, esa añoranza y anhelo, que comencé a buscar una relación más fuerte con el Padre, a través de Jesús.

Te invito a hacer tuya la siguiente oración de San Anselmo para que en tu deseo de Dios, en tu viaje hacia él, encuentres la sabiduría para descubrirlo.

Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca, porque no puedo ir en tu busca,  a menos que Tú me enseñes, y no puedo encontrarte si Tú no te manifiestas. Deseando te buscaré, te desearé buscando, amando te hallaré, y encontrándote te amaré.

San Mateo, hablando sobre cómo los Reyes Magos buscaron los señales, las estrellas, indica dos signos más que les fueron revelados para descubrir al Rey de los judíos. El evangelio dice: «Vieron al niño con María, su madre» (Mt 2, 11). Los Reyes Magos descubrieron en estas dos personas muy humanas signos de la presencia de Dios, y, reconociéndolo, Lo adoraron. Es por esta sabiduría que se ganaron el título de «Sabios de Oriente». Pidamos a María guiar las estrellas de nuestra vida para que podamos encontrar la que nos lleve a Aquel que verdaderamente deseamos.

 

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