fe de supermercado

Faith tree

Una de las cosas más interesantes de vestir de sacerdote en público, de vestir el cuello romano, es toparse con conversaciones fascinantes en las situaciones más cotidianas. Estaba una vez en el supermercado, haciendo compras en la hilera de los cereales, y vi de reojo que alguien pasaba por mi lado, a continuación se detuvo y se regresó; se acercó y me dijo: «¿Eres sacerdote católico?«.  Le contesté, sonriendo: «Trato de serlo, ¿por qué?». «Es que yo antes era católico«, dijo. Sabes que la conversación se va a poner buena cuando empieza de este modo…

 —¿Y qué pasó? —le respondí.

—¿Por qué la Iglesia Católica no honra el sábado? —contestó.

—¿Cómo que no honra el sábado? Tenemos el domingo, vamos a Misa…

—No, no, pero no es el sábado —repuso.

—Bueno, cuando Cristo resucitó lo hizo en domingo. El sábado es una tradición judía que nosotros, tras la resurrección de Cristo, vivimos en el domingo.

—Pero ¿dónde dice en la biblia que yo tengo que ir a Misa el domingo?

—Bueno —le contesté—, la Santa Misa es el espacio donde escuchamos la Palabra santa de Dios, donde la reflexionamos y «masticamos.» La Misa dominical es el lugar en el que «hacemos esto en conmemoración suya» (Lc 22, 19), donde comemos su Carne y bebemos su Sangre.

No parecía muy convencido por mis palabras. Me respondió:

—Pues yo sigo buscando iglesias y todavía no me convence ninguna.  En la Iglesia Católica yo ya perdí la fe .

Como se pueden imaginar, a esas alturas de la conversación, la gente pasaba lentamente por donde estábamos, a ver qué escuchaban, tal vez preguntándose qué estaba pasando ahí, con un padre peleonero en el área de los cereales.

—¿Será que perdiste tu fe en la Iglesia o que más bien hay cosas que no entiendes de ella? —Le pregunté.

Se quedó mirándome fijamente y continué:

—Hay muchas cosas que yo no entiendo, pero es muy distinto no entender a no creer. La Iglesia, nuestra fe, está llena de misterios, ¡lo mas normal es que haya cosas que no entendamos, por eso los llamamos misterios! Suena que lo que has perdido no es la fe, sino tu deseo de creer.

—¿Y qué cereal vas a escoger?—preguntó.

Este hombre, confundido con su fe, se guiaba por la idea de que «hasta que no entienda, no voy a creer.» Buscaba, elegía en qué creer como se escoge un cereal; pero le faltbaba deseo de creer. Y es ese mismo deseo que escuchamos en el evangelio de hoy, aquella aspiración que tienen los apóstoles. «Señor, aumenta nuestra fe: queremos creer más firmemente, con mayor convicción«. Una de las cosas fascinantes del Evangelio es que pocas veces Jesús responde directamente a las preguntas o acusaciones. En el Evangelio de hoy nos encontramos con esta situación. Tras pedirle los apóstoles que incrementara su fe, Jesús no contesta directamente ni les da instrucciones específicas para alcanzar su deseo. Jesús responde con dos parábolas.

Pongámonos en el contexto de la primera parábola, la de la semilla de mostaza, y cómo Jesús les dice a sus apóstoles:  «Si su fe fuera del tamaño de una semilla de mostaza, ¿le dirían a este árbol que se desplantara, que se fuera al mar y, una vez allí, se plantara de nuevo?«. Nos podríamos preguntar, ¿cómo es posible plantar un arbol en el mar?: se hundiría, flotaría, pero… ¿plantarse?  Ese es el primer aspecto que Jesús nos revela: la fe es un don de Dios, algo que el hombre no es capaz de hacer por sus fuerzas solas y, por ello, los apóstoles se la piden a Jesús. Se trata de un regalo del Señor.

Recuerdo que estaba yo en una clase de teología en Notre Dame y había allí un muchacho de treinta y pocos años, muy inteligente, que se había dedicado a estudiar teología toda su vida. Levantó la mano y dijo: «Profesor, tengo una pregunta. Desde que tengo siete años estoy pidiéndole a Dios el regalo de la fe: que me dé fe. Quiero creer, pero cada vez que me enfrento a algo que no entiendo, mi primer impulso es hacerme preguntas, tratar de encontrar una solución lógica,  y si no lo comprendo no lo acepto«. El profesor le dijo: «Ese es uno de los misterios de nuestra fe.» La fe misma es un regalo de Dios. Hay que pedirla, y pedir que constantemente, constantemente.

La segunda parabola, la del amo y el sirviente, concluye de la siguiente manera: «Hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17, 10).  Jesús habla aquí de un segundo aspecto de la fe: la necesidad de vivirla, de actuar; que, para incrementarla, también hay que vivirla. Efectivamente, ese regalo de Dios es una semilla, pero el que dé fruto o no, depende de nuestra correspondencia a la gracia divina. «Si hoy escuchas la voz del Señor, no endurezcas el corazón»—dice el salmo de hoy (Salmo 95), actúa. Vive esa fe. No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor. ¡No lo hagas! ¿No es cierto que seguido nos gana la vergüenza cuando queremos hablar de nuestra fe en el trabajo con nuestros colegas y amigos, o con nuestros compañeros en la escuela? Nos vienen pensamientos como: » ¿qué voy a decir?, ¿quién soy yo para hablar de esto? Yo no sé nada de Biblia o teología, perderé mi prestigio, ¿se burlarán de mí?«. No hay que avergonzarse  de vivir el testimonio de fe. Entonces, el modo adecuado de ver la fe quizá no sea «hasta que entienda, voy a creer«, sino «hasta que crea, voy a entender«; entender  que muchos de los misterios de nuestra vida solo pueden ser comprendidos cuando son vividos.

Tal vez recuerden que hace un año empecé esta homilía sobre la fe preguntando como sabían que su papá era su papá o que su mamá era su mamá. ¿Cómo sabes que esas hamburguesas tan sabrosas que vas a comer no están envenenadas? Y es que no hacemos la prueba, tenemos esa fe humana a lo largo de nuestro día: hay cosas que solo viviéndolas pueden ser entendidas. Yo sé que mi mamá es mi mamá porque vivo siendo su hijo y ella vive siendo mi madre, porque me enseña el misterio del amor humano en su faceta maternal. Y de la misma manera con mi papa. Hasta que no creas, no entenderás. La palabra de Dios se nos está manifestando continuamente. No solo aquí, el domingo, sino que nos llega desde otros lugares mas allá de las puertas de la iglesia. ¿No es cierto que has escuchado esa voz?; ¿y si hablas con ese amigo que tienes abandonado?, ¿y si buscas a este colega a quien nadie respeta?, ¿y si buscas momentos del día para orar con tu Padre?, ¿y si te acercas más a los sacramentos?, ¿y si buscas a tu Señor? Muchas veces, lo que hace falta es obedecer para creer. Igual que ese hombre que no estaba dispuesto a obedecer, a creer si no entendía, nosotros no entenderemos muchas cosas hasta que no empecemos a obedecer esa voz de Dios.

Dice un teólogo de nuestros tiempos que «solo aquellos que obedecen pueden creer, y solo aquellos que creen pueden obedecer» (Bonhoeffer). Nuestra fe aumenta cuando, en palabras del siervo, «hacemos lo que tenemos que hacer«. Nuestra fe se incrementa cuando la vivimos, cuando la compartimos con los demás (RM, 2). Mi reto a ustedes, amigos, y a mí mismo es que vivamos esa fe, incluso cuando corremos riesgos: el riesgo que conlleva vivir la fe en publico, por ejemplo, al bendecir la mesa y los alimentos; el tener que confrontar el miedo a sentirnos rechazados a la hora de compartir nuestra fe; el vivir el riesgo de dar testimonio de Jesús, discirniendo su presencia especialmente en el pobre y en nuestros enemigos.

Pidámosle a la Virgen María que interceda por nosotros, que nos enseñe a vivir con valentía y con coraje ese testimonio de la fe al que estamos llamados para que, obedeciendo esa voz de Dios, creamos; y creyendo, obedezcamos; sabiendo que si luchamos por vivir mejor la fe que Dios nos ha dado, «mayores cosas veremos» (Jn 1,50).

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