la muerte, el gran silencio

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A medida que el año litúrgico toca a su fin y nos preparamos para uno nuevo, las lecturas que se nos presentan comienzan a resultar un poco incómodas. Tanto la Primera Lectura como el Evangelio que escuchamos se consideran escritos apocalípticos, lecturas sobre el fin de los tiempos. Apocalipsis significa desvelar, ver las cosas como realmente son. Y estas Lecturas evocan imágenes de incendios, guerras, revoluciones, terremotos, epidemias, persecuciones y sufrimientos. Algunas personas tienden a interpretar estos textos como si estuvieran escritos en código, como si una señal oculta en ellos nos indicara el momento exacto del fin del mundo. Tras escudriñar los textos, comienzan a relacionar los desastres y guerras contemporáneas con estos signos, utilizando el miedo para provocar un sentido de conversión. Pero hay otra alternativa a la hora de interpretar estos textos que resulta más razonable: los textos apocalípticos hablan del fin de mi tiempo. Es decir, el momento de mi propia muerte, esa hora en la que seré llamado a la presencia de mi Padre Celestial.

La Iglesia quiere invitarnos a reflexionar con esperanza en torno a los misterios que están por venir, las Últimas Cosas: Muerte, Juicio, Infierno y Cielo. San Francisco de Sales decía que debíamos vivir todos los días como si fueran el último. Pues, como los mártires que recordamos la semana pasada, también nosotros somos llamados a dar testimonio de nuestra fe. Esto es a lo que Cristo nos desafía en el Evangelio de Lucas. Los políticos prometen que las cosas serán maravillosas; nos prometen éxito y progreso en sus intentos por conseguir nuestro voto. Jesús, en cambio, hace todo lo contrario: a los que se aventuren a seguirle les advierte: «Les echarán mano, y los perseguirán, y los entregarán a las sinagogas y a las cárceles, y serán llevados ante reyes y ante gobernadores por causa de mi nombre…. Mas serán entregados aun por sus padres, y hermanos, y parientes, y amigos; y matarán a algunos de ustedes; y serán aborrecidos de todos por causa de mi nombre. Pero ni un cabello de su cabeza perecerá» (Lc 21, 12-18). Concluye su advertencia con su mensaje clave: «Con su perseverancia ganarán sus almas» (Lc 21, 19).

Tal vez no se trate, entonces, de cómo ni cuándo terminará el mundo, ni siquiera de cómo o cuándo terminará mi vida, sino que es una cuestión de perseverancia, de ser constantes en vivir nuestra fe en los mejores y en los peores momentos, cuando todo va bien y cuando todo va mal. Y es que Cristo no vino a entregar trofeos o medallas de participación. El mensaje de Cristo no habla de triunfalismo; el suyo es un mensaje que erradica el miedo en todas sus formas: miedo al sufrimiento, al dolor y a la persecución, incluso el miedo a la muerte. La perseverancia está en el corazón del mensaje de Cristo, una perseverancia que exige respuesta continua. No debemos ser ingenuos y tomar esta decisión a la ligera sin discernimiento. Recordemos sus palabras, «Muchos vendrán en mi nombre» (Lc 21, 8). Hoy en día parece que muchos de los que vienen «en el nombre de Jesús» tratan de predicar el Evangelio de Cristo de una manera triunfante; nos ofrecen el mensaje de Cristo y del Evangelio sin la Cruz, sin el sufrimiento ni el dolor. Nos presentan un tipo de amor sin dolor (relaciones sin compromiso o entrega, crecimiento sin esfuerzo, éxito sin trabajo). Tal vez nosotros mismos hemos caído en esta trampa más de una vez en nuestras propias vidas: De repente, nos damos cuenta de que sufrimos (en nuestro matrimonio, en nuestra vida personal, en nuestro lugar de trabajo, etc.), y pensamos que es debido a que las cosas no van bien, comprando así el mensaje de que la vida debe presentarse sin dolor o sufrimiento alguno. Solo tenemos que leer la Palabra de hoy y mirar el crucifijo para ver que ese triunfalismo superficial no forma parte del mensaje de Cristo.

¿Te has dado alguna vez la oportunidad de reflexionar sobre tu propia muerte, en torno a esa última llamada divina? Pensar en la muerte puede ser una fuente de ansiedad y miedo, o puede ser algo redentor y liberador: un verdadero acto de fe. Juan de la Cruz dice:

«En el atardecer de nuestra vida seremos juzgados en el amor».

En ese momento en que Dios te llame, cuando me llame a mí, seremos juzgados en el amor. ¿Cuánto hemos amado? ¿De qué modo fuimos testigos del amor? ¿Cómo amamos a los que no teníamos que amar? ¿Cómo amamos cuando no teníamos que amar? ¿De qué manera amamos cuando no sentíamos ganas de amar? El amor es algo mucho mayor que una emoción o sentimiento; el amor es una decisión, incluso en tiempos de dolor y sufrimiento. Después de una vida de perseverancia, nos pondremos en manos del Padre, y nos permitimos ser bienvenidos a su presencia en el amor.

Recuerdo cómo murió mi abuelo. Yo era un niño y su muerte fue algo relativamente esperado. Tenía una enfermedad en corazón y pulmones, y sabíamos que el momento de su muerte estaba próximo: su ritmo cardíaco se debilitaba y su respiración se espaciaba más. Había llegado el momento. Entonces, dijo unas palabras que marcaron mi percepción entera de la muerte. Tomó un último aliento y dijo: «No se puede comparar». Entre aquellos últimos suspiros, la vida de mi abuelo estaba siendo «desvelada» a una realidad más verdadera, abriendo sus ojos al rostro de Dios. Él se había esforzado por ser un hombre de oración y estar cerca de los sacramentos. En el momento de la muerte, aquello le ayudó a abrir los ojos a la vida eterna, al rostro de ese Padre que es Amor, y al rostro de Cristo.

La muerte es un encuentro con nuestro Padre. Pero este encuentro requiere de constancia a lo largo de nuestras vidas. «Con su perseverancia ganarán sus almas» (Lc 21, 19). Cristo nos está desafiando a perseverar, sin importar lo mal que puedan ir las cosas en esta vida, para estar listos ante la plenitud de la vida que Dios nos ofrece cuando nos llama por última vez. Debemos perseverar en esta vida para que en el momento de la muerte podamos abrir nuestros ojos y ver el rostro de Dios, que tanto anhelamos. No hay necesidad de temer al sufrimiento, al dolor o a la muerte misma, porque Cristo ya ha vencido a todos los enemigos y camina con nosotros. Es cuestión de vivir cada día como el último, tal y como se presente, en presencia de Dios, en la oración y en la caridad, con la compañía de los Santos Sacramentos y de la Iglesia de Cristo. La muerte no es el fin de nuestras vidas, sino la transición a la plenitud de la vida misma.

A medida que este Año de Misericordia llegue a su fin, abramos nuestros corazones y almas a la misericordia de Dios. Pidamos a María que nos enseñe a perseverar cada día en el amo de Cristo, para que cuando llegue nuestro tiempo, y Dios nos llame a su santa presencia, podamos devolverle con confianza y fe esa vida que nos prestó.

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