Tuve la oportunidad de ir a la ordenaciĆ³n de un hermano seminarista la semana pasada en Omaha, Nebraska. DespuĆ©s de la ordenaciĆ³n, al dĆa siguiente, fuimos al reconocido zoolĆ³gico del estado, con un acuario muy bonito. Era impresionante ver los colores de los peces, las texturas de los corales, la musculatura de los tiburones y los demĆ”s peces grandes. Estaba ahĆ maravillado, me encontraba como embobado, seducido por la belleza de los animales marinos, y reflexionaba. Estaba viendo un pez y me preguntaba, si la naturaleza, la CreaciĆ³n, es tan bella, Āæde dĆ³nde entonces viene toda la fealdad del mundo?, Āæde dĆ³nde vienen los odios, las adicciones, las violencias, las guerras? Me vino a la mente una cita de Chesterton, el autor britĆ”nico, que dice algo asĆ como: Ā«El pecado es la mĆ”s evidente de todas las doctrinas cristianaĀ». Es aquĆ donde se encuentra la raĆz del mal ādel mundoā. Parece que, en medio de la belleza del mundo, el āmalā viene de hombre. Hemos perdido el sentido del pecado y, perdiendo este sentido, hemos perdido tambiĆ©n el sentido de la misericordia, el de la libertad y el sentido del perdĆ³n. Es fĆ”cil llegar a creer que tenemos queĀ ganarnosĀ el amor para serĀ amados, que para ser amados primero hay que serĀ amables. Sin embargo, el amor de Dios nos es dado gratuitamente; pero hay que aprender a recibir su amor.
ĀæCĆ³mo cambiarĆan estas historias del Rey David de la primera lectura, si Ć©l hubiera dicho: SĆ, sĆ, cometĆ asesinato, cometĆ adulterio; pero Dios me ama y me perdona. O la mujer adĆŗltera, en el evangelio: Si, sĆ, llevo este estilo de vida pero Dios me ama y sabe que soy buena, y Ć©l me perdona. El eje central de ambas lecturas es que estas dos figuras, el Rey David y la mujer adĆŗltera, reconocen sus pecados. David va con el profeta Nathan y le dice: Ā«He pecado contra el SeƱorĀ» (2 Sam 12, 13) y la mujer adĆŗltera va con JesĆŗs, y le lava sus pies. Admiten sus pecados sin pensar: QuĆ© va a decir la gente de mĆ? Yo soy el Rey, ĀæcĆ³mo voy acusarme como pecador? o, en el caso de la mujer, todas saben que soy una pecadora, ĀæquĆ© van a pensar de mĆ si me presento en esa fiesta ante JesĆŗs? Ambos reconocen su pecado y con humildad y valentĆa lo presentan para pedir perdĆ³n. Eso es lo que nos pide JesĆŗs a nosotros; no nos pide que seamos inmaculados, que seamos invencibles para tener su amor. Ćl conoce nuestra naturaleza caĆda y pide que reconozcamos nuestros pecados igual que el Rey David cuando dice: Ā«He pecado contra el SeƱorĀ» y que recibamos su perdĆ³n. Ā«El SeƱor te ha perdonadoĀ», le responde el profeta Nathan. Ir al Padre y presentarle el mal que hemos hecho es un itinerario de conversiĆ³n, de sanaciĆ³n.
ĀæSe han preguntado por quĆ© comenzamos la Santa Misa con un reconocimiento de nuestros pecados? PodrĆamos decir Ā”Estamos en un lugar santo! Estamos a punto de presentarle un sacrificio Santo al SeƱor. Los pecados se quedan a la puerta, afuera Ā”AquĆ no entran los pecados! Es justamente por medio de nuestros pecados que Dios nos busca y nos encuentra, que nos salva. Y es que Dios nunca es mĆ”s Dios como cuando perdona. Ćl es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo, pero no puede quitar el pecado si no se lo presentamos con humildad y con valentĆa, con fe en su grandeza mĆ”s que en nuestra debilidad. Dice San Pablo en la segunda lectura: Ā«Pues mi vida en este mundo la vivo en la fe que tengo en el hijo de Dios que me amĆ³ y se entregĆ³ a sĆ mismo por mĆĀ» (Ga 2, 20).
La vida en Cristo es una vida de fe en Cristo, puesto que para recibir la misericordia de Dios necesitamos fe. Vivir de fe en Cristo es vivir sabiendo que Ćl es mĆ”s grande que mi pecado, que por medio delĀ arrepentimiento me restaura y me sana. Nosotros tenemos el increĆble regalo del Sacramento de la ReconciliaciĆ³n, donde entramos en la presencia de Dios y le presentamos nuestros pecados. Presentarle nuestros pecados al sacerdote, humano como nosotros, requiere de humildad de fe, Ā”y en ocasiones, un verdadero acto de valentĆa!
Fui ordenado sacerdote hace poco mĆ”s de un aƱo. Hace unas semanas un amigo mĆo me preguntĆ³: Ā«ĀæY cuantas confesiones habrĆ”s escuchado aproximadamente?Ā». Yo le contestĆ©: Ā«FĆ”cil, milesĀ» y Ć©l me dijo: Ā«Oye, Āæy cuando tĆŗ escuchas las confesiones de la gente, te cambia la visiĆ³n que tienes de ellos? En otras palabras, cuando tĆŗ ves entrar a las personas y ellos confiesan sus pecados, ĀæCambia como tĆŗ los ves en ese momento a cuando los ves salir?Ā» DespuĆ©s de unos segundos de reflexiĆ³n, le respondo, Ā«SĆ, siempreĀ». Desconcertado y tal vez un poco escandalizado, pregunta Ā«ĀæCĆ³mo?ĀæLos juzgas?Ā» Ā«No,Ā» le digo, Ā«antes de la reconciliaciĆ³n, estĆ”n buscando la misericordia de Dios, su amor. El Padre los ha estado llamando, a mucho, incluso, por aƱos. DespuĆ©s del acto de valentĆa de āsacarā su pecado, de rehusar que sus faltas determinen su persona, despuĆ©s de recibir el abrazo del Padre, esa alma es restaurada en su dignidad de hijo; de hija de Dios, imagen y semejanza del Creador, Ā”santo, santa!; ellos se vuelven la sal que recupera su sabor, la luz del mundo; esa alma es el corazĆ³n palpitante del amor de Cristo en el mundo, que vale toda la sangre de JesĆŗs en la cruz, que vale toda la vida de la resurrecciĆ³n. AsĆ que, si me preguntas, āĀæCambia tu pensar de esas personas?ā Te respondo que sĆ. Ā”SĆ! Que me hincarĆa y besarĆa sus pies, los pies del hijo, de la hija de Dios, de aquella obra de arte en proceso, de aquella obra de la presencia de Dios.Ā»
Quisiera ofrecerles tres palabras de reflexiĆ³n en torno al sacramento de la reconciliaciĆ³n, de la confesiĆ³n. La primera, con respecto a la frecuencia de recibir el sacramento. Debemos tener en cuenta cuando nuestra conciencia lo reclame (Ā”espero que sea mĆ”s de dos veces al aƱo!). HabrĆ” momentos en que lo necesitemos cada semana y habrĆ”n tiempos en que sea una vez al mes. Como el rey David y la mujer pecadora, a quienes su conciencia les dijo: Tengo que hacer algo con este mal que yo hice, hay que darnos cuenta que no podemos quedarnos con ese mal, que hay que ponerlo en presencia de Dios y āarrancarnosā ese pecado del alma en la reconciliaciĆ³n. Debemos primero escuchar la voz de nuestra conciencia y actuar cuando sea necesario, no dejarlo para cuando sea que nos toque ir o las circunstancias adecuadas se presenten.
La segunda es ser āvalientesā. Cuando vamos al sacramento de la confesiĆ³n, esos males que hemos hecho se quieren āincrustarā mĆ”s en nuestro corazĆ³n. Como sanguijuelas, se quieren quedar pegados. ĀæCĆ³mo le voy a decir esto al Padre, quĆ© va a pensar de mĆ? No, no sigo con esto: Si lo digo, le voy a decir algo muy casual, por encimita o, si lo digo, me voy a justificar: Ā«Padre, hice esto porque la otra persona hizo algo peorĀ», Ā«Padre, pensĆ© esto porque la otra persona se lo merecĆaĀ». Entonces empezamos a justificarnos, empezamos a defender al pecado. Amigos, cuando se celebra al sacramento de la confesiĆ³n, lo que estĆ” en juicio no somos nosotros, es el pecado. Y el pecado hace falta extirparlo de nosotros y presentarlo ante Dios sin maquillaje. Hay que ganar a esos miedos. Si nos preocupamos sobre quĆ© van a pensar y quĆ© dirĆ”n, o de quĆ© modo podre contarlo, hay que armarse de valor y proseguir. Debemos tener la valentĆa y la humildad de decir: Dios mĆo, este es el mal que hice y te lo presento a ti. Te lo presento a ti porque tĆŗ eres mĆ”s grande, mi fe en el hijo de Dios es mĆ”s grande que mi miedo al pecado. ValentĆa amigos, hay que presentarlo.
Y tercero, ser claros. Una de las maneras que tiene el pecado de incrustarse y negarse a āsalirā es evitar ser nombrado, haciĆ©ndonos hablar ambigua o genĆ©ricamente. Cuando vayamos al sacramento de la confesiĆ³n, de las mejores manera para vencer el miedo es la claridad: Hice esto. Me arrepiento de esto. Hice esto otro, pensĆ© esto otro. A veces, a los sacerdotes nos toca escuchar: Ā«Padre, quisiera pedir perdĆ³n por no ser el mejor cristiano que pudiera serĀ». Ahora bueno, nadie de nosotros es el mejor cristiano que podemos ser, Āæde quĆ© le quieres pedir perdĆ³n? No tengamos miedo a llamar al mal por su nombre. Al pan, pan y al vino, vino. Pongamos se mal en presencia de Dios, de manera clara y concreta.
PidĆ”mosleĀ a la Virgen MarĆa que nos enseƱe cĆ³mo acudir a la presencia de Dios, a presentarle nuestros pecados para llenarnos de su santa misericordia y de la alegrĆa que tenemos de ser hijos e hijas de Dios. Que la Virgen nos enseƱe cĆ³mo entregar nuestros pecados al poder de Dios y gozar de su presencia todos los dĆas de nuestra vida. AsĆ sea.
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