la lepra de la in-gratitud

Leprosy of Ingratitude

La lepra es una enfermedad terrible. En el mundo moderno la tenemos más o menos bajo control, pero en tiempos de la Biblia la lepra era un problema extremadamente serio. La lepra es una bacteria que infecta el cuerpo y comienza a pudrir las extremidades; es muy contagiosa, tanto que en tiempos bíblicos se requería que cada hombre o mujer que la sufriera llevara una campana consigo. Si una persona infectada veía a alguien viniendo por el camino a su encuentro, debía hacer sonar la campana y gritar: «¡Impuro!, ¡Impuro!» a modo de aviso.

Pero la lepra no era vista tan solo como enfermedad física, sino también con una enfermedad del alma. Se creía que aquello que afligía el cuerpo, era el reflejo de aquello que acongojaba el alma; si existía impureza en el cuerpo, la había en el alma de igual manera. En el caso de la lepra, los miembros podridos eran evidencia de que el alma misma se estaba descomponiendo. En la lectura de hoy, oímos hablar acerca de Naaman, general sirio y hombre pagano, que sufría de tan terrible enfermedad. En el Evangelio vemos a un samaritano que también la sufre. Ambos hombres son milagrosamente curados.

Tuve una vez una conversación muy inspiradora con un amigo mío. Este amigo y yo salíamos con frecuencia a beber una copa de vino y discutir sobre política, religión o teología; teníamos conversaciones fascinantes. La conversación empezó de la siguiente manera:

—¿Sabes que? Yo ya no creo en el Cristianismo. De hecho, no creo en ninguna forma de religión ‘organizada’—me dijo.

—Ok —le contesté con asombro—. ¿Por qué dices eso?

—Bueno, creo que solo la propia persona, y solo ella, tiene derecho a decidir lo que es bueno y lo que es malo. El Cristianismo, el Judaísmo y el Islam, todas estas formas de religión organizada, dictan lo que es bueno y lo que no, y si no nos ajustamos a esas expectativas, terminamos sintiéndonos mal con nosotros mismos. Nadie tiene derecho a hacernos sentir mal, excepto quizá nosotros mismos.
Aquella conversación estuvo rondando en mi cabeza durante toda la semana siguiente y, finalmente, le llamé y le dije: «Oye, esta vez el vinito va por mi cuenta».

—¿Sabes una cosa? Yo ya no creo en el ‘mundo ‘—le comenté.

—¿Qué quieres decir con que no crees en el mundo? —me preguntó sorprendido.

—Bueno, es el mundo que nos hace sentir mal. Mira, el mundo nos dice: «No eres lo suficientemente guapo, no eres lo suficientemente rico, no eres lo bastante popular». Tan solo tienes que encender la TV y mirar un par de anuncios para verlo en acción: «Debes tener esto y no lo tienes; debes parecerte a este y no lo haces. Debes ser popular, influyente, exitoso y no lo eres». Constantemente el mundo nos dice: «No eres lo suficientemente bueno». Esta angustia se vuelve eterna e insoportable. Pero mi fe, el Cristianismo, me dice que soy valorado y amado no por factores externos —posesiones, impresiones, imágenes—, sino por quien ya soy, mi valor está en mi dignidad nata. Soy hijo de Dios y soy merecedor de todo su amor por la persona que soy, no por aquello que tengo o por cómo soy valorado.

Semejante a la enfermedad de la lepra, existe también una enfermedad espiritual que podemos sufrir, una especia de lepra por la cual nuestra mente y alma comienzan a pudrirse. ¿Por qué ocurre esto? Sucede en parte porque el mundo siembra la semilla de la insatisfacción en nuestras vidas. Nos volvemos nerviosos de no tener cosas que creemos necesitar, o nos aterrorizamos de perder lo que ya tenemos. Esa ansiedad nos mantiene pegados a nuestros celulares y computadoras; nos deja enganchados a nuestro registro de actividad en Facebook y al numero de likes de Instagram

«Levántate y anda», le dice Jesús al agradecido samaritano al final del Evangelio de hoy; «tu fe te ha salvado» (Lc 17,19). Jesús cura a diez leprosos ese día, pero solo uno -el samaritano- vuelve a agradecérselo a Jesús y alabar a Dios. De este modo, es el samaritano, visto en aquellos tiempos como un judío «no auténtico», el que es bendecido y salvado por Dios. La fe de la que habla Jesús en este caso es un tipo de fe que se vive por la gratitud y el agradecimiento. Es la gratitud de este hombre lo que lo «ha salvado,» algo que no recibieron los demás leprosos curados. La Aclamación del Evangelio dice: : «Esta es la voluntad de Dios para con ustedes en Cristo: den gracias en todo» (1 Tes 5, 18). Ahora bien, podríamos preguntarnos a nosotros mismos, «¿Podría dar gracias a Dios por todo?, ¿por todo?». ¿Deberíamos agradecerle a Dios por el sufrimiento, el dolor, la pobreza, el hambre, la violencia o el abuso? No. No podemos sentirnos agradecidos a Dios por cosas que son malas en sí. Pero, sí podemos agradecer a Dios en la pobreza, en el sufrimiento o el dolor. En todas las circunstancias podemos estar agradecidos con Dios, tan solo debemos encontrar una razón verdadera, auténtica para ser agradecidos, y en esta está el reto.

Un sacerdote amigo mío, un maestro, tiene una bella anécdota acerca de encontrar motivos para agradecer y sentir agradecimiento a Dios. Dice: «Quizá la persona más agradecida de la que nunca haya oído hablar fue una anciana que estaba en un hospital de cuidados intensivos. Tenía algún tipo de enfermedad degenerativa y perdía su fuerza y sus capacidades progresivamente. Un estudiante mío tuvo ocasión de conocerla. El estudiante volvía continuamente a verla, atraído por la extraña fuerza de su felicidad. Aunque no pudiera mover sus brazos y piernas, la mujer decía: «Estoy tan feliz y agradecida a Dios por poder mover mi cuello». Cuando no pudo moverlo más, decía: «Estoy tan contenta de poder ver y oír». Cuando el joven estudiante le preguntó a la mujer qué pasaría si perdiera los sentidos de la vista y el oído, aquella mujer con una paz inmutable le contestó: «Entonces, estaré muy agradecida de que hayas venido a visitarme».

La gratitud es una elección, no una cuestión de circunstancias. Podemos engañarnos a nosotros mismos con pensamientos como: «cuando esté lleno y feliz, cuando tenga éxito, en la cumbre de mi vida, entonces viviré agradecido«. Pero no es sino una mentira, un engaño. El agradecimiento es cuestión de elección y una manera de vivir. La gratitud hace viva la relación con el Padre en nuestro día. La gratitud purifica el corazón y nos previene de terminar atrapados en el desaliento, la tristeza, el enajenamiento, la ansiedad, la amargura, la soledad o la insatisfacción. Si no me crees, prueba el siguiente experimento: Cuando te encuentres enredado en emociones y pensamientos de carácter victimista, en sentimientos de soledad e insatisfacción, cuando la maraña de pensar que no eres quien deberías ser o no tienes lo que crees que necesitas, trata de encontrar algo por lo que estar agradecido a Dios en ese momento. Puede ser algo sencillo o profundo, pero permítete estar verdadera e incondicionalmente agradecido a Dios, y observa como esto le da un verdadero cambio a la situación.

La gratitud nos muestra un asombro espiritual que cura nuestra lepra espiritual; es una manera nueva de ver la vida misma. Cuando somos agradecidos, reconocemos que cada momento es un regalo del Padre. La gratitud es una manera de ver la vida con una actitud nueva, fresca, y es una actitud del corazón. El Papa Francisco dice las siguientes palabras en su encíclica:

«Estamos hablando de una actitud del corazón, que vive todo con serena atención, que sabe estar plenamente presente ante alguien sin estar pensando en lo que viene después, que se entrega a cada momento como don divino que debe ser plenamente vivido. Jesús nos enseñaba esta actitud cuando nos invitaba a mirar los lirios del campo y las aves del cielo, o cuando, ante la presencia de un hombre inquieto, «detuvo en él su mirada, y lo amó» (Mc 10,21). Él sí que estaba plenamente presente ante cada ser humano y ante cada criatura, y así nos mostró un camino para superar la ansiedad enfermiza que nos vuelve superficiales, agresivos y consumistas desenfrenados» (Laudato Si, 226).

«Una expresión de esta actitud es detenerse a dar gracias a Dios antes y después de las comidas. Propongo a los creyentes que retomen este valioso hábito y lo vivan con profundidad. Ese momento de la bendición, aunque sea muy breve, nos recuerda nuestra dependencia de Dios para la vida, fortalece nuestro sentido de gratitud por los dones de la creación, reconoce a aquellos que con su trabajo proporcionan estos bienes y refuerza la solidaridad con los más necesitados» (LS, 227).

¿Se han dado cuenta de cuántas veces da gracias Jesús a su Padre a lo largo de los Evangelios? Vemos a Jesús agradecido en la última cena dando su Cuerpo y Sangre (Mc 14, 22; Mt 26, 26; Lc 22, 19); cuando el Señor revela los misterios a los niños (Mt 11, 25); antes de multiplicar los panes (Mt 15, 36), y en otros varios milagros. Una y otra vez, nos reitera el papel fundamental que esa acción de dar gracias tiene en nuestra vida de fe. La misma palabra «Eucaristía» quiere decir, en griego, acción de gracias; ¡La Sagrada Misa es en sí misma una divina, cósmica y gloriosa cena de acción de gracias! Es muy fácil caer en la trampa de exigir cosas a Dios, pero es muy importante para la salud de nuestra fe el aprender a simplemente dar gracias a Dios por ser Padre, llenar nuestros corazones con la gratitud de tener un padre que nos ama incondicionalmente con fuerza y con fe.

En la Santa Misa, empezamos la plegaria eucarística diciendo: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo». Preguntémonos, ¿Qué tan agradecido con Dios soy a lo largo de mi día? Pidamos que María nos enseñe a ser almas agradecidas, almas eucarísticas, y que nos enseñe a ver la presencia del Padre en nuestro día a día, siempre y en todo lugar. San Bernando solía decir: «Es solo nuestra ingratitud la que nos impide crecer en nuestra vida espiritual». ¿De qué estás agradecido a Dios en este momento?

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