nuestras máscaras

«Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco, y ellas me siguen y yo les doy la vida eterna» (Juan 10, 27).

El evangelio del día de hoy es muy cargado. Vamos a reflexionar sobre cuatro palabras la frase de Jesús.Vamos a reflexionar sobre algunas palabras de esta frase de Jesús.

  1. «Mis» — «mío».

Teniendo sobrinos, uno se da cuenta de cómo se puede llegar a conocer la naturaleza humana por medio de los niños y de los bebés. Me encontraba en casa de mis papás leyendo y mi sobrina abrazaba a mi mamá que la estaba cargando en brazos. Llegó mi hermana, volteó y con una cara me dijo: «Fíjate en lo que voy a hacer». Se acerca a mi mamá, que todavía cargaba a mi sobrina, la abraza, voltea a ver a mi sobrina y dice: «¡Mía!». Mi sobrina levanta la cabeza y la mira con una cara de: «¿Qué dijiste?». Indignada, le quita la mano y le dice: «No, ¡mía!». Esas palabras «Mío, no, mío», típicas de bebes, y que son algunas de las primeras expresiones que aprendemos a decir, no siempre expresan egoísmo. ¿No es así? No siempre es por egoísmo que decimos «mío». Dice Santo Tomás de Aquino que nosotros tendemos a poseer aquello que amamos, por miedo a perderlo. Tengo «mi familia» y «mis cosas». Poco a poco, vamos creciendo y transformando el «mío» a «tuyo también»: «Mi hija» se transforma en «tu esposa»; «Mi casa» se transforma en «nuestro hogar»; «mi vida» se transforma en «nuestro matrimonio». Vamos creciendo de lo mío a lo nuestro. La Biblia aplica ese amor posesivo, ese «mío», también al amor a Dios: «Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios» (Ex 6, 7-9), «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Es el amor que se expresa queriendo poseer a Dios, y Dios a nosotros. Jesús lo expresa también: «Mis ovejas»; ustedes son míos. El profeta Isaías dice:

«Pero ahora, esto dice el Señor: «Oye, Israel; no tengas miedo, porque yo te he redimido. Yo te he llamado por tu nombre; tú eres mío«» (Isaías 43, 1).

¡Que palabras tan fuertes las de Dios! Tú eres mío, pues te he redimido por medio de la sangre de mi hijo. Dice San Pablo: «Tú eres de Cristo y Cristo es de Dios» (1 Cor 3, 23). Celebramos este domingo del Buen Pastor, quien es dueño de nosotros y de nuestras vidas.

The Mausoleum of Galla Placidia, 425 C.E., Ravenna, Italy
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The Mausoleum of Galla Placidia, 425 C.E., Ravenna, Italy

 

  1. «…escuchan mi voz».

Escuchar la voz de Dios, su palabra. En la Primera Lectura escuchamos a Pablo y Bernabé, a quienes una «fuerza» les mueve a predicar la palabra de Dios. «Es algo –dice– que teníamos que hacer» (Hch 13, 46). No podían no-predicar la palabra de Dios. La Palabra de Dios es esta fuerza implacable, esta energía imparable en nuestras vidas. Estoy seguro de que tú también la has vivido. Lo has sentido, tal vez, en momentos insospechados, en situaciones en las que ni siquiera pensabas que eso que experimentaste era de Dios; quizás, cuando viviste un vació en tu vida o te preguntabas: «¿No hay algo más en la vida que todo esto?» «La vida debe tener más profundidad que el sufrimiento o, incluso, que estas alegrías». Tú has experimentado la palabra de Dios cuando deseas, cuando quieres para ti algo más, cuando tienes sed de algo infinito, de esas «aguas que saltan a la vida eterna» (Jn 4:14). Ese deseo que tenemos de trascendencia, de eternidad, de intimidad infinita, es reflejo del mismo deseo que Dios tiene de nosotros, de buscarnos apasionadamente y sin descanso. Pero hay que escuchar la voz del Buen Pastor y venir a la presencia de Dios trayéndole a él nuestros miedos y dificultades, nuestras alegrías, tristezas y gozos. Todo lo que nosotros somos debemos traerlo al Buen Pastor que nos busca con ternura y con fuerza; traerlo en la oración, allá hacia donde su fuerte voz nos llama.

  1. «Yo las conozco y ellas me siguen».

Con mucha facilidad nos ponemos máscaras frente a la sociedad. Nos comportamos como la gente quiere que nos comportemos y a veces fingimos y sonreímos; tal vez por temor a que, si realmente nos conocieran, no nos amarían. Pero el Buen Pastor, sí nos conoce, sí te conoce. Él te formó y sabe los anhelos que tiene tu corazón, y conoce esa tristeza a la que a veces te entregas y de la que algunas veces huyes. Él te conoce, como también conoce las máscaras que usas para ocultar de ti mismo aquello que quisieras borrar; conoce tu gran necesidad de amor incondicional. Dice el profeta Jeremías:

«Antes de que te formaras en el vientre de tu madre, antes de hacerte, yo te conocí; y antes de que nacieras, yo te elegí» (Jer 1, 5).

Dios te conoce profundamente y sabe lo que anhelas, sabe qué ansías. El Buen Pastor «conoce a sus ovejas y lo siguen» (Jn 10, 27). Nosotros, ¿a quién seguimos en este mundo? ¿a quién verdaderamente seguimos? Y es que hay varios falsos pastores: está el pastor del dinero, «sígueme a mí y no te faltará nada»; está el falso pastor de la aceptación social y la fama, «sígueme a mí y todo el mundo te va a querer», y está el falso pastor del poder, «sígueme a mí y tú controlarás el rumbo de tu vida». Tarde o temprano, nos damos cuenta de que esos pastores no nos satisfacen, pues no son el Buen Pastor: «Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco, sé de lo que tienen necesidad y ellas me siguen» (Jn 10, 27).

Cristo, buen pastor, máscaras
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St.Blaise Chapel of St.Mary’s Cathedral, Duncan Grant, 1958.
  1. «Yo les doy la vida eterna».

¡Qué fácil buscamos el control! Si nos ponemos a pensar qué podemos realmente controlar en nuestra vida, sobre qué tenemos control, entonces veremos el poder, por lo que realmente es. El control es una ilusión, una mentira que nos decimos a nosotros mismos. El amor verdadero es soltar y entregarse; es, después del «mío», aprender a decir «tuyo también»; es permitir que la palabra de Dios gobierne toda nuestra vida y poniendo el discernimiento de nuestras decisiones, pequeñas y grandes, en su Presencia. ¿Crees que Dios no sabe de qué tienes necesidad? ¿crees que el Buen Padre no te quiere llenar de todo lo que necesitas para ser feliz y pleno? ¿crees que no le interesas? Él nos conoce y somos suyos, pero a veces nos alejamos porque somos «adultos»: «Yo sé lo que necesito y yo puedo decidir, yo puedo controlar, yo puedo determinarme a esto o a aquello». No, somos ovejas de Su rebaño. No somos nuestros; somos suyos.

Pensemos, ¿Qué hicimos nosotros para merecer la vida? ¿Qué hice yo para merecer vivir? No podemos controlar ni siquiera si mañana despertaremos con vida. La vida es un regalo, un hermoso regalo que, para vivirlo en plenitud, hay que proyectarla con la eternidad. Pocos momentos a lo largo del año tenemos para reflexionar sobre la vida eterna; y es indispensable y crucial, porque si no reflexionamos, si no pensamos en la vida que va a venir, en la vida eterna, entonces viviremos como si esta vida fuera lo único que tenemos. No podemos encontrarle sentido a esta vida si no meditamos sobre el hecho de que vamos a morir. Si creemos en la vida eterna, en la vida plena en presencia íntima con Dios, entonces, esta vida se convierte en un aprendizaje y ejercicio para la vida eterna. Si la vida eterna, el Cielo, es un «eterno amar»—como dice el cardenal Newman—, «para una persona que no aprenda a amar en esta vida, el mismo Cielo sería Infierno». Solo escuchando la voz del Buen Pastor, aprenderemos en esta vida a convertir el «mío» en el «nuestro»; a amar a nuestro prójimo, a compartir y a vivir nuestra vida en presencia de Dios, sabiendo que no vivimos nuestra vida solos. La Resurrección de Cristo nos dice que tu vida ahora la vives con Cristo, que nada es demasiado nimio o pequeño para compartir con él. ¡Tú eres mío! Cristo nos ha comprado a gran precio y somos suyos.

Pidámosle a la Virgen María, a aquella que escuchó la Palabra, que nos enseñe cómo hacerlo y cómo vivir la Palabra; que nos enseñe a seguirla y a ser ovejas del rebaño del Buen Pastor. Así sea.

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