Cuando ocurre una tragedia, bien sea de ámbito nacional, local o personal, nos encontramos con que debemos pasar por un proceso de adaptación. Una vez terminada la crisis, debemos volver a nuestro trabajo y a nuestra rutina, al día a día de nuestra existencia. Durante este periodo, podemos experimentar una cierta tristeza en nuestras vidas. El vivir se torna insípido y no encontramos sentido a nuestro día, como si el brillo de nuestra vida se hubiera muerto también la tragedia experimentada. En el Evangelio de hoy, Pedro se encuentra exactamente en esta situación: Jesús, su gran maestro, en quien había puesto toda su fe y esperanza, ha muerto en la cruz. Pedro ha perdido a su maestro, su mentor y su mejor amigo, y ahora debe volver al trabajo. ¿Qué más puede hacer? Comienza el regreso a su vida corriente, vuelve a pescar. En el episodio descrito en el Evangelio de hoy, era la tercera vez que Jesús se aparecía a sus discípulos después de regresar de la muerte. Quizás, para Pedro, la aparición de Jesús no se percibiera como algo real y tuviera algo de fantasmagórico, de vago; algo sospechosamente semejante a una ilusión. ¿Cómo me afecta esto que dicen sobre la resurrección de Jesús?, podría haber pensado para sus adentros; ¿qué cambió? Volveré a mi vida de pescador. Podríamos nosotros hacernos la misma pregunta: ¿Qué representa para mí? o ¿cómo me afecta el que Jesús muriera y fuera resucitado?.
El Evangelio enfatiza repetidamente que el triunfo de Jesús sobre la muerte podría transformar cada aspecto de nuestra vida. Podría. Muchas veces me encuentro con personas que tiene la sensación de vida gris e insípida, que constantemente dicen las mismas cosas: «Padre, simplemente deseo algo, algo además de mi trabajo, pero no sé lo que es»; «padre, siento que se marchita el amor por mi esposa», o «siento que estoy buscando algo, pero no sé ni siquiera qué busco». Es esta búsqueda que nos lleva a poner nuestra esperanza en otros. Nos acostumbramos a creer que las personas pueden llenar el infinito vacío que solo Dios puede llenar. Esperamos que nuestro trabajo y actividades satisfagan nuestra infinita sed de co-crear. Es muy duro vivir una vida sin Dios. Es muy difícil estar en una relación de cualquier tipo cuando ambas partes están fundadas únicamente en los sentimientos. Es difícil trabajar cuando nuestro principal propósito es acumular fortuna. Cuando vivimos nuestras vidas de este modo, terminamos esperando de las personas y de los objetos algo que no nos pueden aportar. La resurrección de Jesús nos hace saber que no debemos vivir nuestra vida solos. No tenemos por qué trabajar o sufrir por nuestras relaciones en soledad. Todo en nuestra vida podría ser vivificada. Podría. Nuestra sed y profundo anhelo puede ser satisfecho y transformado.
Jesús nos elige. En el Evangelio vemos que los apóstoles primero oyen que Jesús
volvió a la vida. Entonces, Jesús empieza a aparecerse en todas partes y es visto por miles de personas. Jesús elige a quién aparecerse y, en un momentos dado, Jesús elige a Pedro. Lo llama cuando se encuentra en medio de sus tareas diarias, de la misma manera en la que lo hizo la primera vez cuando estaba pescando. Imaginen la escena: Juan el Apóstol, a quien Jesús amaba, le dice a Pedro: «¡Es el señor!». Pedro salta del barco, sin ni siquiera esperar a que la barca toque tierra, y comienza a moverse hacia Jesús. Juan y los demás llegan un poco después y empiezan a desayunar con su maestro. Imagino entonces el extraño silencio; nadie quiere hablar. Solo puedo ver a Juan haciendo gestos a Pedro sin pronunciar palabra. «¡Es Jesús!» Y Pedro respondiendo: «Lo se!». Nadie sabe qué decir. El momento es tan íntimo y personal que las palabras podrían arruinarlo. Tan solo hay silencio. Es el mismo silencio que experimentamos después de la comunión, cuando estamos unidos a Jesús en su Cuerpo y Sangre, y las palabras no pueden expresar la intimidad de ser uno con Él.
Entonces, Pedro, que había negado a Jesús tres veces, ahora lo ama tres veces. El que había negado a su maestro y mejor amigo ahora dice: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero» (Jn 21,17). Pedro no dice, «oye, olvidemos lo sucedido hace tres días. Tú sabes que te quiero, así que, sigamos como si no pasó nada…». No. Es a través del perdón de sus pecados que Jesús quiere amarlo. Jesús elige a Pedro, y éste responde. Responder al amor que Jesús nos ofrece es una decisión seria. Ser un discípulo de Cristo no es algo que deba tomarse a la ligera. El amor es una decisión que debemos mantener actualizada; debemos trabajar en ella día a día. Jesús dice: «Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor» (Jn 15,10).
Obedecer. En tiempos modernos esta palabra ha perdido mucho de su verdadero significado. Pensamos que obedecer es perder nuestro sentido de libertad e independencia, que para obedecer debemos sacrificar nuestra inteligencia y entregar nuestra libertad. Pero ese tipo de obediencia y servidumbre no es para lo que Jesús nos llama; solo un ser racional y libre puede escoger su adhesión a algo o a alguien, solo un ser libre puede decidir obedecer. El tipo de obediencia para el que somos llamados por Jesús implica ejercitar nuestra libertad diciendo: «Elijo a Cristo; elijo permanecer en su amor y obedecer sus mandamientos».
En la primera lectura, observamos la convicción de los discípulos con respecto a obedecer a Dios, y no a los hombres. Y aun así, ¡con qué facilidad somos influenciados por el hombre y no por Dios! Nos preguntamos a nosotros mismos: ¿Y si parezco fanático al hablar de Jesús, ¿y si pierdo mi prestigio ante mis compañeros, ¿qué pasa si mis amigos paran de tenerme respeto?. La primera lectura también nos habla de ello, «Dios ha dado el Espíritu Santo a aquellos que lo obedecen» (Hch 5, 32). El amor es obedecer a Dios en los «buenos» y en los «malos» momentos. El ultimo mandamiento que Dios dio a Pedro fue, «Sígueme». Pedro podría haber dicho: Jesús, te he seguido tres años, no entiendo de qué me hablas; ¿por qué me pides que te siga de nuevo?, ¡ya estoy tratando de seguirte! Sin embargo, Pedro comprendió el significado del mandamiento de Jesús: él debía decidirse por seguir a Jesús. Y las palabras de Jesús también van dirigidas a nosotros: «Sígueme». Jesús, que murió hace miles de años, nos mira en ese íntimo silencio y nos invita a seguirlo. En nuestras vidas y circunstancias cotidianas, nos llama a seguirlo, pues solo Jesús puede traer sentido a nuestras vidas y darnos la vida de la resurrección.
Pero, ¿qué significa seguir a Jesús? ¿Qué significa amar a Jesús todos nuestros días? El amor implica la acción de la voluntad: elegimos obedecer a Jesús. Amamos cuando elegimos la oración aun estando cansados; amamos cuando elegimos separarnos de nuestro camino para ayudar a alguien necesitado; amamos a Cristo cuando elegimos ser compasivos de otros con nuestros pensamientos, en vez de juzgarlos; amamos, obedecemos a Jesús, cuando nuestra principal prioridad en la vida familiar es ayudar a los miembros de la familia a crecer espiritualmente a imagen y semejanza de Cristo; amamos cuando elegimos a Jesús como la principal prioridad en nuestra relación con nuestra esposa, novia, novio, semejantes y amigos, y cuando convertimos en nuestra principal prioridad en el trabajo encontrar el sentido de Cristo allí. Cuando nuestra vida consista en dar Gloria a Dios, hallaremos que está llena de una rica y gratificante profundidad.
Al final del Evangelio de hoy,Jesús le dice a Pedro: «Cuando eras más joven te vestías y andabas por donde querías, pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te vestirá, y te llevará a donde no quieras» (Jn 21, 18). Juan añade que Cristo lo dijo «dando a entender la clase de muerte con la que Pedro glorificaría a Dios». Sabemos que, de hecho, Pedro glorificó a Dios muriendo en la cruz como hizo Jesús, aunque de manera invertida. La decisión de Pedro lo encaminó a su propia muerte…¿Hasta donde estamos nosotros dispuestos a seguir a Jesús?
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