Hoy escuchamos la primera lectura del libro Eclesiastés. Conocemos a través de ella la historia del Rey David, «el de las mañanitas», y de cómo este cayó en desfavor por su pecado, el de adulterio. EL hijo de David, llamado Salomón, era un hombre inquieto, un alma sedienta que continuamente buscaba realizarse. En este libro del Eclesiastés se narra su búsqueda. Al principio el Rey Salomón buscaba el placer, pensando que una vida llena de sensaciones llenarÃa su corazón. Aquellos no eran necesariamente placeres ilÃcitos: organizaba fiestas y bailes; se rodeo de diversiones y risas, pero no era suficiente para él. Luego, escogió el vino, y no fue bastante. Después, las riquezas: acumulaba oro, plata, tierras; y no encontraba aquella plenitud. Finalmente, se enfocó en la sabidurÃa, pero una sabidurÃa humana: obras artÃsticas construcciones magnánimas, jardines hermosos, albercas, fuentes increÃbles, viñedos; y nada era suficiente.
¿A qué conclusión llega Salomón, el rey reconocido por su sabidurÃa? Nos lo dice el mismo Eclesiastés:  «Todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión» (Ec 1,2); «Todo es vanidad».  La palabra original en hebreo es hebel, también traducida como «vapor» y algunos autores incluso la traducen como «burbuja». Todo es una «burbuja.» Seguramente te habrá hipnotizado alguna vez el ver una: totalmente esférica, el juego de los colores refractados, las imágenes infladas; y, cuando a penas comenzamos a  disfrutarla, ¡puff!, desaparece. Se nos va como agua entre los dedos. Todo es vanidad.
Llama la atención ver cuántos hombres y mujeres ricos, artistas y personas poderosas de todo el mundo están deprimidos. Recuerdo que hace dos o tres años tuve la alegrÃa de celebrar año nuevo en San Francisco con mi familia. Un comediante muy famoso se acababa de quitar la vida y toda la ciudad estaba de luto. Cuando pasamos por su casa nos la señalaron: «Miren, aquà vivÃa». Recuerdo haber pensado: Bueno, ¿qué pasa cuando logras fama y el reconocimiento de millones de personas a nivel mundial? ¿qué ocurre cuando acumulas cien, doscientos o quinientos millones de dólares en tu cuenta bancaria? ¿qué pasa cuando puedes viajar a cualquier parte del mundo, comprar cualquier automóvil, cualquier casa o yate? Te despiertas y… ¿qué haces? ¿hoy qué haces? De nuevo, reflexionando sobre su búsqueda, dice Salomón que cuando un hombre sólo busca las cosas «del mundo» sólo le queda lugar para la «ansiedad del corazón», para la «amargura» y la «tristeza», incluso «de noche no descansa» (Ecc 2,22-23). Nos comunica que todo «esto» no nos trae verdadero descanso, ni nos reporta la paz que buscamos: estas burbujas que el mundo nos ofrece, que nos hipnotizan y seducen, se desvanecen en cuanto ponemos en ellas nuestra esperanza.
Tal vez te habrá tocado querer ir a comprar unas bocinas para tu televisión. Entonces vas a la tienda y te dicen: «Claro, estas bocinas son buenas, pero aquà están las que acaban de salir, estas que van a hacerte sentir como si estuvieras en la pelÃcula»;  «Ah, muy bien, pues compremos esas»;  «Bueno, y si vas a comprar éstas, ¡no puedes escuchar una pelÃcula sin verla en tele  HD!»;  «Pues, veamos las teles también»; «Y si ya te vas a comprar una de ese tamaño, por un poquito más te puedes comprar la de 3D». A continuación, ya estás en tu casa con todo conectado: tienes tu televisión de 164 pulgadas, las 6 bocinas, tienes 2457 canales en el cable, tienes el Xbox, PlayStation, Netflix, lo tienes todo en alta definición y los lentes 3D. ¿Y qué pasa?…  Estás aburrido. ¡Aburrido!… o triste, deprimido (y tal vez también enojado, ahora que  viste  que salió la nueva versión de todo lo que compraste). Algo estamos buscando, como Salomón, tú y yo en este mundo.
En 1998 la cantidad de gente consumiendo antidepresivos en Estados Unidos era de  aproximadamente ocho millones. Doce años después, en el 2010, se cuadruplicó hasta superar los 30 millones. Eso fue hace seis años y desconozco cómo están las cifras ahora. Muchas de estas personas sà sufren clÃnicamente de la horrible enfermedad que es la depresión, pero otra gran cantidad sufre de esta tristeza de tratar de poner su esperanza en burbujas. Tal vez, tú también estás buscando algo; quizás, también hayas puesto tus esperanzas en estas burbujas del mundo, en estas  «vanidades» y tú, de la misma manera, hayas quedado decepcionado. Estas burbujas prometen tanto y entregan tan poco… Dice Jesús a un hombre rico que querÃa aumentar sus graneros en el evangelio: «Necio, esta misma noche vas a morir, ¿para quién serán todos tus bienes?» (Lc 12, 20) ¿de qué te servirán estas burbujas que acumulaste si todas están a punto de reventar?»
Hay una cosa que tenemos por seguro, una cosa que tenemos garantizada en esta vida: va a llegar un dÃa en que vamos a morir. Llegará el momento en que exhalemos nuestro último aliento, nuestro corazón va a latir por última vez y luego, la  inmovilidad, la quietud. Por la ansiedad de pensar en ese momento nos podemos decir: «Bueno, sÃ, ya llegará mi muerte, pero eso no tiene nada ver con los planes que tengo para esta tarde, para esta semana y para mi vida; será un momento lejano y distante;» y vivimos como si ese momento, el momento de nuestra muerte fuera algo totalmente desconectado de nuestra vide, sin ninguna relación con mis planes de esta tarde o de mañana o de mi vida. Ese dÃa llegará. Ese momento puede ser dentro de unas horas o en unos años, pero llegará. Tú y yo vamos a morir. Si ponemos nuestras esperanzas en los bienes de la tierra, pensar en nuestra muerte será  fuente de ansiedad y de miedos; si ponemos nuestras esperanzas en los bienes eternos, será una fuente de consuelo y de paz, una continuación de nuestra llamada a vivir.
Volvamos a la parábola de Jesús. Escuchamos en el evangelio que este hombre era rico; este hombre ya era rico y parecerÃa que fue su ambición la que lo impulsó a querer tener más y más. El problema de este hombre no es que fuera ambicioso, el problema es que no era lo suficientemente ambicioso: querÃa las cositas de la tierra en vez de elevar la mirada a los bienes del cielo. Él se contentó con invertir sus recursos en las  «burbujitas» de la vida terrena, en lugar de ambicionar aquellos bienes eternos, las verdaderas riquezas. Dice el evangelio que este hombre era rico, pero «no en la riqueza que valÃa ante Dios»(Lc 12, 21).
Dice Salomón: «Hay que buscar esa sabidurÃa del corazón«. Esa es la verdadera riqueza; ahà está nuestra búsqueda. Nos podemos preguntar: » Bueno, ¿cómo buscar esa  sabidurÃa?» San Pablo en la segunda lectura nos dice: «despójense del modo de actuar del viejo yo», de todo aquello que es  «terrenal», de esa necesidad de estar metido en el chisme, de poner nuestra seguridad en el dinero y de querer buscar consuelo en el placer y en la aceptación. Todo es vana  ilusión. Hay que ejecutar a nuestro viejo yo, dar muerte «a toda inmoralidad» —continúa San Pablo—,  «a toda impureza, pasiones, malos deseos, avaricia: todo es idolatrÃa»(Col 3, 5). Todos esos son Ãdolos que prometen mucho y entregan  muy poco, no porque sean malos (los deseos, la sensualidad o el dinero son buenos), son Ãdolos porque les exigimos que nos entreguen algo que no pueden entregar, no nos pueden satisfacer esta sed de sabidurÃa que nuestro corazón tanto anhela.
Dice San Pablo: «Busca lo que es de arriba, busca los bienes del cielo. RevÃstete de Cristo»(Col 3, 1), del «Hombre Nuevo»(Col 3, 10); esa es nuestra verdadera riqueza. Ahà encontramos el consuelo de nuestro Padre del Cielo. Buscando los bienes de arriba nos haremos ricos de esa fortuna que sà es eterna. Si  queremos  ser  verdaderamente  «ambiciosos», buscaremos los bienes eternos; ahà está nuestra gloria como hijos e hijas de Dios; ahà se halla nuestra inmortalidad y los bienes que ni la muerte nos puede quitar. Son las burbujas que no revientan. Elevemos la mirada, busquemos esos  bienes. Nuestra gloria no está en las bocinas, la tecnologÃa, las televisiones, los placeres ni en gozos que se marchitan; nuestra gloria está en revestirnos de ÉL. Para nosotros, cristianos, revestidos de Aquél que es ES la Vida, la muerte será entregar nuestra alma y nuestro cuerpo a su Mirada, a Aquél que buscamos y ya conoceremos; la muerte, mi muerte, será encontrar a Jesús, nuestro amigo, cara a cara; y la Vida será nuestra riqueza más grande.
Que Santa MarÃa nos enseñe a elevar nuestra mirada a las riquezas eternas y a los bienes del Cielo, a aprender a invertir en ellos como ella lo hizo con nuestra oración, los sacramentos, las  obras  de caridad y con la alegrÃa y gratitud de vivir la profundidad increÃble del regalo de la vida.