no creo en los sacerdotes

Hace unas semanas fui al autolavado. Llegué, tomaron mi carro, me dieron un ticket y me invitaron a sentarme en una pequeña sala de espera, vacía, salvo por un hombre y una mujer que se sentaban juntos. Saqué el teléfono para checar Facebook o Twitter. Llevaba puesto el cuello romano y me di cuenta de que aquella pareja estaba mirándome fijamente desde la otra parte de la sala; puse de nuevo mi atención en el teléfono. Alcé mi mirada y allí seguían, observándome. Les sonreí y, en aquel momento se susurraron algo el uno al otro, se levantaron, se dirigieron hacia mí y tomaron asiento a mi lado…

—¿Eres cristiano o católico? —me preguntaron.

La primera cosa en la que pensé al escuchar la pregunta fue justo de lo que habla la Lectura de hoy, «¿eres de Pablo o de Apolo?».

— Ambos, le respondo. —Se quedaron pasmados.
—¿Qué quieres decir? ¿eres cristiano o católico?
—Bueno —les expliqué—, no existe un católico «no cristiano», así que soy cristiano; y la plenitud de la fe cristiana es justamente universal, mundial. De hecho, es eso lo que significa la palabra «católico», entonces…¡soy ambos!

Me miraron extrañados.

— A ver. Espera. ¿Eres sacerdote o no?
—¡Trato de serlo! —dije, con media sonrisa—, ¿por qué las preguntas?
—Bueno —comenzó él—, yo solía ser católico (Sé que la conversación siempre se va a poner buena cuando empieza así…), pero cuando iba a Misa, veía al Padre Fulanito llegar en su gran carro, sin apenas dirigir el saludo a los parroquianos y mostrándose casi siempre tan desagradable…¡Después incluso descubrí que le gustaban sus martinis de vez en cuando! Perdí la fe. No creo en los sacerdotes, por eso dejé la Iglesia.

Es ese momento la mujer irrumpió:

—¿Sabes por qué la dejé yo? ¡por el coro! Nadie cantaba; y si lo hacían, estaban desentonados. La Misa era aburrida y, para mí, una perdida de tiempo, especialmente las homilias. Ni siquiera las podía escuchar por el pésimo sistema de sonido; de todas formas, era muy difícil no quedarme dormida.

Despues de aquello, imagino que intuyeron algo en mi expresión, porque se detuvieron y me preguntaron:

—Y bien, ¿qué piensas?
—Pues, por lo que me dicen, suena que aquella fe no fuera una fe Cristiana.
—¿Por qué dices eso? —preguntaron con gran sorpresa.
—Bueno —dije dirigiéndome al marido—, yo tampoco creo en los sacerdotes. Si pones tu fe en un ser humano, en el momento en el que descubras que no es perfecto, que tiene defectos, entonces tu fe se derrumbará y caerá. Suena como que lo que tenías no era una fe cristiana, sino una fe curera.

Entonces, me giré hacia la mujer.

—Y parece que tú no pusiste tu fe no en un ser humano, sino en una experiencia emocional, en un entretenimiento de cantar, bailar y sentir a Dios. Eso tampoco suena a una fe cristiana, sino una fe corera. La verdadera fe se encuentra en Jesucristo, no en una persona ni en las emociones. Es Él quien nos llama y Él quien nos llena de vida, no los sacerdotes o el coro o una homilia emocionante.

Ese es el mensaje del Evangelio de hoy: «¡vengan y síganme!»; este el mensaje de Jesús para todos y cada uno de nosotros: «Síganme» (Mt 4, 19). Síganme a mí.

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San Juan Maria Vianey, el Cura de Ars

Si ponemos nuestra fe tan solo en un ser humano, ya sea nuestra esposa, jefe, mejor amigo o sacerdote, siempre quedaremos decepcionados. La gente decepciona; no somos perfectos. Lo máximo que puede hacer un lider religioso es señalar a Cristo e intentar ser instrumento de la gracia, especialmente mediante los Sacramentos. Con nuestra naturaleza humana caída y cargando con nuestros propios pecados, los sacerdotes tratamos de apuntar a Aquel que es Vida, a Aquel que continúa buscándonos. Un día tras otro, nos llama: «¿me seguirás hoy?». Día tras día, nosotros decidimos cuál será nuestra respuesta. Vemos a Cristo buscándonos también en la Eucaristía, en su presencia sacramental en el Mundo: «Encuéntrame. Sígueme». Jesucristo es el amor encarnado; solamente a través de Él podemos encontrar el verdadero amor por nuestras esposas, por nuestros vecinos, por nuestros amigos, por nosotros mismos e incluso por nuestros enemigos. Jesucristo es el pegamento que une todas nuestras relaciones, el verdadero amor que trasciende. Podríamos preguntarnos «¿cómo puedo amarme a mí mismo si soy pecador y redimido a la vez?». Estas dos realidades opuestas pueden reconciliarse sólo mediante el amor de Cristo. Mas allá de nuestras emociones, mas allá de nuestra imperfecta naturaleza humana y nuestros pecados, Cristo nos une a todos en el amor.

Nuestro amor está en Cristo; nuestra mirada está en Él, más allá de cualquier ser humano, nuestro amor está en el Amor. Pidamos a la primer discipula de Jesús, la primera en responder: «¡Sí, te seguiré!» y «¡Sí, haré tu voluntad!», que nos ayude en nuestras oraciones. Pedimos hoy a María que, a través de su «sí», nos ayude a escuchar la voz de Jesucristo, y a seguirlo con autenticidad, decisión y coraje.

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