Es bien sabido que vivimos en un tiempo—en una sociedad—de gratificación inmediata. Queremos que nuestras búsquedas en Google aparezcan en menos de medio segundo. Queremos que nuestros viajes en Uber y las entregas de Amazon lleguen justo a tiempo. Queremos que la película comience a reproducirse en el instante en que presionamos el botón de reproducir. Esta es la naturaleza del mundo en el que vivimos—una sociedad que valora la inmediatez por encima de todo. Y, de alguna manera, esa misma impaciencia ha encontrado un hogar en nuestros corazones.
Pero la temporada de Adviento, en particular este Domingo de Gaudete, se opone directamente a esta cultura. El Adviento trata de aprender a desear—de aprender a anhelar. Es una temporada lenta y deliberada que nos enseña a esperar y anticipar. Por eso encendemos una vela cada semana, no todas a la vez. La Iglesia cambia sus colores litúrgicos. Cantamos canciones diferentes. Los ritos y oraciones cambian. La decoración se transforma. Y en muchos de nuestros hogares, comenzamos nuestras propias tradiciones—como colocar la corona de Adviento en la mesa del comedor o montar el belén.
Si tienes la tradición de montar un pequeño belén, te invito a convertir ese espacio en un lugar de oración: un lugar donde lees las Escrituras, meditas y desarrollas un espacio para desear. Sí, necesitamos aprender a desear—todos nosotros. Y hoy, la Sagrada Liturgia nos dirige hacia la alegría cristiana como el objeto de nuestro deseo.
Esto lo vemos en las tres lecturas. Tomemos a Sofonías en la primera lectura:
Él se gozará en ti con alegría. Te renovará con su amor. Se regocijará por ti con cantos de fiesta.
Detente un momento y reflexiona sobre eso. Dios cantando de alegría por ti. ¿Puedes imaginarlo? Dios—el Creador del universo—cantando de alegría por ti. El texto continúa:
Él se regocijará por ti, como en los días de fiesta.
Piensa en esa imagen—la alegría de la gente en una fiesta o concierto. Imagina la energía, la música, los cánticos en un concierto de Neil Diamond o Beyoncé, donde todos se elevan con emoción y canción. Esa es la clase de alegría que Sofonías describe—una alegría que Dios tiene por ti.
La segunda lectura de San Pablo refuerza este tema:
Alégrense siempre en el Señor. Lo repito, ¡alégrense!
Las palabras de Pablo casi suenan como un mandamiento: Alégrense. No dice: “Alégrense cuando se sientan bien”, o “Alégrense cuando todo en su vida vaya bien.” No—dice: Alégrense siempre. Y continúa:
No se inquieten por nada; más bien, en toda ocasión, presenten sus peticiones a Dios y acompáñenlas de oración y acción de gracias.
Pero aquí surge la pregunta:
“Pablo, ¿como puedes mandarnos a alegrarnos? Yo no siento alegría en mi vida. Estoy agobiado financieramente. Estoy luchando con mi salud. Acabo de perder a un ser querido. Estoy insatisfecho con mi trabajo. ¿Cómo puedo alegrarme?”
En una sociedad que parece cada vez más y más adicta a los sentimiento, entender la alegría de la que habla san Pable puede ser un reto. Pero esta puede ser una respuesta: La alegría cristiana no está basada en los sentimientos. No está ligada a circunstancias pasajeras. La alegría cristiana es una elección. Es una decisión que tomamos según dónde enfocamos nuestro deseo. Si mis deseos están centrados solo en mí—mis frustraciones, mis problemas, mis circunstancias—entonces sí, encontraré muchas razones para estar insatisfecho y sin esperanza.
Pero si el objeto de mi deseo se eleva por encima de mí mismo—si me enfoco en Dios, que es fiel (más fiel conmigo que yo mismo!), amoroso y cercano—entonces la alegría se vuelve posible. La alegría se convierte en una elección que trasciende los sentimientos.
Aquí hay un ejemplo. Desde hace tres semanas, he estado anhelando un gofre belga. No cualquier gofre—uno dorado y crujiente por fuera, tierno y esponjoso por dentro. He estado imaginando la mantequilla derritiéndose por encima, el chorrito de miel, un toque de azúcar glas, tal vez unos arándanos y nueces trituradas.
¿Qué sucedió en tu espíritu cuando describí ese gofre? Comenzaste a imaginarlo. Comenzaste a desearlo. Tal vez incluso empezaste a salivar. Y solo describí algo por 20 segundos.
Eso es el Adviento.
Lo que contemplamos se convierte en lo que deseamos.
Pero con demasiada frecuencia, ¿qué contemplamos? Nosotros mismos. Nuestras decepciones, frustraciones y anhelos. Pablo nos dice: Deja de mirarte a ti mismo. Fija tus ojos en algo más grande. Si quieres alegrarte siempre, el objeto de tu contemplación debe ser más grande que tú.
Un autor espiritual lo expresa así:
Aquello que amas—lo que captura tu imaginación—afectará todo. Decidirá qué te hace levantarte por la mañana, qué haces con tus noches, cómo pasas tus fines de semana, qué lees, a quién conoces, qué te rompe el corazón y qué te asombra con alegría y gratitud.
Enamórate. Permanece enamorado. Y eso lo decidirá todo. (P. Arrupe)
Para el cristiano, la alegría es el resultado de estar enamorado de algo más grande que sí mismo, en última instancia, del amor del Padre. Ese es el objeto de nuestra esperanza y nuestro deseo.
Pero tal vez aún piensas: “No tengo motivos para alegrarme.” Si creemos que somos víctimas de nuestras circunstancias y contemplamos eso, quedaremos atrapados en esa creencia.
Termino con una cita del Padre Walter Ciszek, un sacerdote jesuita que pasó años en el brutal campo de concentración de Lubianka durante la Segunda Guerra Mundial. Sus amigos fueron asesinados. Soportó sufrimiento espiritual, psicológico y físico. Sin embargo, en su libro He Leadeth Me, escribe:
La simple verdad de que el único propósito de la vida del hombre en la tierra es hacer la voluntad de Dios contiene riquezas y recursos suficientes para toda una vida.
Una vez que has aprendido a vivir con esto en mente—ver cada día y cada una de las actividades del día a la luz de ello—la voluntad de Dios se convierte en algo más que una fuente de salvación eterna. Se convierte en una fuente de alegría y felicidad aquí en la tierra («felicidad» proveniente de un hombre que estuvo en un campo de concentración!). La idea de que la voluntad humana, unida a la voluntad divina, puede participar en la obra de Cristo de redimir a toda la humanidad es abrumadora.
Tenía que aprender continuamente a aceptar la voluntad de Dios, no como yo deseaba que fuera, no como podría haber sido, sino exactamente como se iba desarrollando en el momento. Así aprendí, por ensayo y error, que si quería conservar mi paz y alegría interior, debía recurrir constantemente a la oración, a los ojos de la fe, a una humildad que me hiciera consciente de lo poco que significaban mis propios esfuerzos y de cuán dependiente era de la gracia de Dios, incluso para la oración y la fe misma.
La vida del Padre Ciszek nos enseña que la alegría cristiana no depende de las circunstancias. Incluso en un campo de concentración, él encontró alegría al unir su voluntad con la de Dios. Aprendió a aceptar la voluntad de Dios exactamente como se iba desarrollando en el momento.
Y así, en este Adviento, oramos por dos dones:
- El don de la verdadera alegría cristiana, que nos libera de ser víctimas de nuestras circunstancias.
- El don de la libertad espiritual, para que el objeto de nuestro deseo sea siempre Dios—el que viene a tu corazón.
San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, ruega por nosotros.
1 comentario
Excelente reflexión Jorge, muchas gracias por compartirla. Quienes anhelamos la dicha de ser padres tenemos una gran responsabilidad… Mucho se habla de la necesidad de cambiar el mundo… qué diferencia haría si cada familia iniciara por dedicar el tiempo a la formación amorosa de los hijos para que se conviertan en personas íntegras, tolerantes, compasivas… Un abrazo!