el amuleto de la fe

Hace unas semanas nos reunimos los jovenes de la parroquia y yo a reflexionar lo dividida que se encuentra nuestra naturaleza humana, hablamos de aquellos momentos en los que nuestra razón nos dice que tenemos que hacer una cosa, el corazón desea hacer otra diferente y acabamos, tal vez, haciendo una tercera absolutamente distinta. En nuestro interior encontramos fuerzas en tensión, incluso opuestas, que muchas veces nos alejan de aquello que realmente nos conviene. San Pablo lo dice de la siguiente manera: «Hago no el bien que deseo, sino el mal que no quiero» (Ro 7, 19).

Reflexionando sobre estas ‘tensiones’ interiores me hizo recordar la historia de un señor que se resuelve a hacer una dieta. Estaba pasado de peso y se había resuelto bajar diez kilos para verano. Motivado como nunca, investiga las mejores dietas en internet, selecciona la que más le convence y compra los ingredientes saludables y orgánicos para seguirla. Lo tiene todo calculado, incluso cambia su ruta hacia el trabajo para no pasar por su panadería favorita. Dos semanas después, aparece en el trabajo con una docena de donas recién hechas, glaseadas y calientes. Sus colegas se le quedan mirando con una media sonrisa y guiñándole el ojo.

—¿¡Qué pasó con esa dieta!? —le preguntan, burlonamente.

—No, bueno, déjenme les cuento: hoy en la mañana me subo al carro y, automáticamente, como por hábito, tomé mi ruta antigua, y cuando me encontraba cerca de la panadería y voy oliendo las donas y cómo salen recién hechas, dije: «Dios mío, si Tú quieres que yo disfrute de unas donitas, me vas a dar un lugar de estacionamiento. ¡Se va a aparecer ahí!». Y, ¿qué les puedo decir? Después de sólo nueve vueltas a la cuadra, ¡ahí estaba el lugar para mí!

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Invitándonos a reflexionar sobre la dicotomía que presentan estas ‘fuerzas’ interiores, la liturgia nos presenta el misterio de la tentación, esas fuerzas en nuestro interior que nos tornan esclavos o, al menos, nos hacen sentir que lo somos. Estos impulsos se van transformando y volviendo más complejos conforme más los negociamos. La tentación es un engaño, una distorsión de la realidad y, en definitiva, una relativización de la verdad a mis circunstancias. Lo vemos en Génesis, cuando Dios le dice al hombre que coma de todos los arboles excepto de uno, «de ese no comerás» (Gen 2, 17). La serpiente le preguntará a Eva: «¿Conque Dios les ha dicho: ‘No comerán de ningún árbol del huerto’?» (Gen 3, 1). Ahí vemos ya una primera alteración de la verdad. Eva le responderá que sí pueden comer del fruto de otros árboles del huerto, pero de aquel no pueden ni siquiera tocarlo el árbol. Tenemos como resultado una distorsión de la realidad aún mayor.

La distorsión que puede haber entre la verdad y cómo yo la percibo es precisamente donde está la tentación, la tensión entre «el bien que quiero y el mal que acabo haciendo», de San Pablo.

Dice Teresa de Calcuta: «Su voluntad para con nosotros es desear la verdad, mientras que nosotros deseamos la falsedad; su voluntad es que nosotros deseemos lo eterno, mientras que nosotros deseamos lo pasajero; su voluntad para con nosotros es que deseemos las cosas grandes y sublimes, mientras que nosotros deseamos los bienes pasajeros de la Tierra. Él quiere que deseemos lo que es certero, mientras que nosotros en la Tierra deseamos los dudoso».

Seguir a Jesús es un camino, y las tentaciones no nos faltarán, pero no hay que tenerles miedo. A menudo, cuando sentimos esas tensiones internas, creemos que algo debe andar mal en nuestro interior. Sentir que esa tensión no es normal solo propicia el miedo. No hay que temer las tentaciones, si nuestro Maestro fue tentado, nosotros también lo seremos.

Podríamos decir que el ochenta por ciento de una tentación es miedo a caer, a no ser lo suficientemente fuerte o sabio o bueno. O, dicho de una manera positiva: el ochenta por ciento de esta tensión es oportunidad de crecimiento en mi confianza con el Padre. Frente a la tentación, Él nos hace ver que no somos perfectos ni infinitos, que lo necesitamos. Es esa confianza la que nos lleva una y otra vez a estar en su presencia, a buscarlo a Él, que sí es fuerte. La tentación no deja de ser tan solo un engaño de querer vivir lo más próximo y cercano. 

Podemos afrontar las tentaciones de una de dos maneras: la primera es con miedo ante esas fuerzas que se debaten en nuestro interior, atemorizados por perder lo que tenemos o no lograr lo que queremos. El miedo a la tentación es miedo a la derrota y sólo revela nuestra falta de confianza en Dios. Este es el camino de superación personal espiritual. Dios no se vería como Padre, sino como el mismo tentados, probando hasta dónde llegaríamos.

Una segunda manera de ver la tentación es considerar que, si el Hijo de Dios fue tentado, entonces puede haber algo de bueno en esta lucha. Dios no sería el objeto a conquistar, el premio a ganar, sino el Padre que camina, nos sana y lucha con nosotros en esas mismas tensiones. La tentación sería ahora una oportunidad de crecer en nuestro amor. ¿Podría el amor fortalecerse sin pruebas ni contradicciones?¿Sería sincero el amor sin caídas que nos revelen nuestras debilidades?¿Sería auténtico si no pongo constantemente la mirada en el amado y la tenemos puesta en nuestras fuerzas? Nadie puede desarrollarse en su amor si no lucha por crecer. Las tentaciones de Jesús en el desierto nos iluminan. Veamos cómo se desarrollan en la fe estas tensiones en el Hijo de Dios.

El demonio incitó a Jesús de manera progresiva mediante las tentaciones del placer, de la vanagloria y del poder. La primera tentación le sugiere convertir las piedras en pan, algo simple—especialmente considerando que Jesús llevaba cuarenta días sin comer y sintió hambre. La segunda tentación será retarle a lanzarse desde lo alto del templo, pues si Dios es quien dice que es, lo salvaría. La tercera tentación fue una invitación a poseer todos los reinos del mundo: «si te postras y me adoras» (Mt 4, 9), un atajo nada despreciable.

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Las Tentaciones de Cristo, mosaico s. XII, basílica de san Marcos, Venecia.

Los teólogos sugieren que, talvez, la manera en la que vivió Jesucristo dichas tentaciones no fueron hechos externos, literales; que no necesariamente el demonio lo habría transportado a diferentes lugares y momentos, sino que podemos entender la escena como una lucha interna: la lucha y discrepancia interior entre lo que se tiene que hacer, lo que es verdadero y aquello que se desea.

Observando estas tentaciones desde un plano más profundo, podemos ver que aquella simple incitación de convertir las piedras en pan es realmente la tentación de usar a Dios en beneficio propio, ‘utilizar’ la fe, aplicarlas como un amuleto mágico que resuelve nuestros problemas del día a día, usar a Dios para satisfacer nuestras mundanas inquietudes conformando su voluntad a la nuestra, conformando la Verdad a mis circunstancias, a mi percepción de la verdad

La segunda tentación busca instigar inseguridad en la misión de Jesús. ¿Será Dios realmente quien dice ser?¿Realmente me amará tanto? Si es real y me ama tanto, ¿porqué no se manifiesta más evidentemente? Es la tentación de tentar el amor del Padre, de ponerlo a prueba; probar su Palabra, sus promesas, y ver qué tan ‘real’ es todo. Es la tentación de reducir a Dios —y la fe— a una experiencia, a un espectáculo, a una emoción; o, ante la ausencia de pruebas vivenciales, extraordinarias de Dios, eliminar su relevancia. Bien sabe un buen padre o buena madre de familia que dar todo a sus hijos y cumplir sus antojos no es necesariamente amor.

Ante el fallido intento de las anteriores, el diablo recurre a la tercera tentación, la más peligrosa: postrare y adorar. Podemos imaginar a Jesús en ese momento: el demonio le muestra todos los paises pasados, presentes y futuros del mundo; todos los reinos, todas las almas. En ese instante, le presenta tu alma y la mía, y le dice: «Todo esto será tuyo, simplemente debes arrodillarte frente a mí». Podemos sospechar la lucha de Jesús. ¿Con eso bastará? ¿Puedo salvar todas las almas del mundo si sólo me arrodillo? ¿Nada más? ¿No tendré que sufrir, no voy a tener que morir? ¿No será necesario el calvario? Si tan solo me postro y lo adoro. Vemos reflejada aquí la tentación de creer que podemos amar a Dios, incluso de que podemos resucitar, sin morir. Es la tentación de vivir el Amor sin Cruz, sin calvario. Existe para nosotros también la tentación de querer vivir un cristianismo light, descafeinado, donde todo es bonito y emocionante; un cristianismo mediante el que vivir la resurrección sin crucifixión. Esta tentación también es rechazada por Jesús. Él sabe que el camino pasa por la cruz. Yo me pregunto, ¿porqué habría elegido la cruz? Más que por el sufrimiento, ¿sería la cruz la radicalidad de su amor?¿Nos hubiera amado igual de intensamente ene l acto de postrarse?¿Hubiera ‘optado’ tan decisivamente por la cruz si no hubiera sido tentado a elegir otro camino?

Si tú y yo tomamos la decisión de seguir a Jesús, nuestro maestro, guía y señor, seremos tentados de los mismos modos. El camino del discípulo es el camino del maestro y nuestras vidas nos llevarán también por el calvario y pasaran igualmente por el madero del tormento. Sin embargo, la cruz, la tentación, es el crisol que purifica y hace crecer nuestro amor.

Si creemos que ya lo seguimos por el simple hecho de haber sido bautizados y venimos a Misa, nos estamos engañando. Hace falta tomar en serio la decisión de seguirlo. Ven y sígueme. Ven y sé tentado conmigo. Ven y toma tu cruz. Ven y muere conmigo. Ven y resucita conmigo. Ven y sígueme. Sólo cuando respondemos a su llamado a través de la profundidad de nuestra libertad humana, cuándo elegimos seguirlo, que experimentamos la belleza de su salvación. El Papa Benedicto dice,

El propósito de la Cuaresma es mantener vivo en nuestra conciencia y nuestra vida el hecho de que ser cristiano solo puede tomar la forma de convertirse en cristiano, de una manera cada vez más nueva; de que esto no es un evento que sucedió y terminó, sino que es un proceso que requiere de práctica constante.

Aprovechemos esa oportunidad para crecer en nuestro amor y confianza para con el Padre. Al igual que el hombre de la dieta y la historia de las donitas en su ruta hacia el trabajo, si podemos evitar la tentación, hay que hacerlo. Pero, si se presenta ante nosotros, entonces la luchamos con confianza en el Padre. Que la Virgen María nos enseñe en este tiempo de Cuaresma a poner nuestra confianza en aquel que vence y triunfa en todo, incluso en la muerte.

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