La fórmula más común de gobierno en nuestra historia ha sido la monarquía; ha sido así por las diferentes ventajas que ofrece: Permite actuar con rapidez y, teniendo un rey sabio, se puede operar con eficiencia. Por supuesto, el «chiste» está en tener un rey sabio. Si el rey es egoísta o caprichoso, entonces el pueblo está «atorado» con él. Históricamente se ha tratado de resolver estas cuestiones mediante otras formas de gobierno, con la división de poderes y con democracias parlamentarias o constitucionales. En cualquier caso, la monarquía siempre fue la forma más habitual.
Hace dos semanas estaba hablando en una clase con un grupo de niños de 10 años sobre la festividad de la Ascensión, que hoy celebramos. Uno de ellos alzó la mano y dijo: «Si Jesús nos ama tanto, ¿Por qué nos dejó? ¿Por qué?». Esta situación puede servir como telón de fondo para analizar la manera en la que observamos esta celebración. Jesús nos «deja»; Jesús, en cuyo eventual regreso confiamos, nos ha dejado. Podemos acercarnos a entender el misterio de la Encarnación: un Dios que ama a las personas de tal modo que se volvió hombre. Asimismo, podríamos acercarnos a entender de algún modo el misterio de la muerte de Cristo: se trata de la prueba de Dios, de su amor. Podríamos quizá acercarnos a entender el misterio de la Resurrección: la prueba de que el amor triunfó, de que la vida ha triunfado sobre la muerte. Pero, cuando nos enfrentamos al tema del misterio de la Ascensión, titubeamos, «Si Jesús nos ama tanto, ¿Por qué nos dejó?»
Si creemos que lo que el misterio implica es el abandono de Jesús, entraría esto en contradicción con algunas de sus enseñanzas: «No los dejaré huérfanos…» (Juan 14:18); «Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28:21).
Cuando nos separamos de la persona amada, ya sea por su partida o por la muerte, nos encontramos imbuidos de tristeza. La separación de la persona que amamos nos deja con un sentimiento de vacío y con la impresión de haber sido abandonados. Sin embargo, en el caso de Jesús, leemos en las últimas palabras de Lucas acerca del regocijo que llenaba a los apóstoles… Si Jesús los estaba «dejando,» ¡no deberían estar llenos de alegría!.
El papa Francisco dice: «la Ascensión no indica la ausencia de Jesús, sino que nos dice que Él está vivo entre nosotros de una manera nueva; ya no está en un preciso lugar del mundo tal como era antes de la Ascensión; ahora está en el señorío de Dios, presente en todo espacio y tiempo, junto a cada uno de nosotros. En nuestra vida nunca estamos solos…»
Esa es la verdad que el misterio de la Ascensión nos enseña: No estamos solos y este rey sabio hizo algo que ningún otro rey podría haber hecho: trascender el espacio y el tiempo y permanecer con nosotros a través de su Santa Iglesia, cuerpo místico del que él es la cabeza. Si nos damos cuenta, él bendice a los apóstoles durante su ascenso. De igual modo, no para de bendecirnos también a nosotros y de estar a nuestro lado. La segunda lectura dice: «Dios sometió todas las cosas al dominio de Cristo, y lo dio como cabeza de todo a la iglesia» (Ef. 1:22). Nosotros también estamos unidos a Cristo en su Ascensión y recordamos este misterio cuando recitamos el Credo, así como durante la consagración.
Después de que Cristo resucitara, había un punto entorno al cual se reunirían los apóstoles, un símbolo de unidad y de esperanza: María. También fue el momento en el que alrededor de ella comenzaron a surgir las primeras «chispas» vitales de la Iglesia. La cabeza de la Iglesia ya está en el cielo y a través de esa presencia, se nos insufla y llena de vida a los que seguimos. Pidamos, pues, a la Virgen María que nos muestre esa gran alegría de tener a Cristo entre nosotros, de tener a ese rey sabio que nos ama con fuerza y ternura al mismo tiempo. Pidámosle poder ser conscientes de la presencia de Jesús en nuestras vidas y en las de nuestras familias.
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