la novedad de las temporadas

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Preparando la homilía, comencé a pensar en que ya llevo cerca de un año y medio asignado a la parroquia y recordaba con qué espíritu recibía yo el adviento el año anterior, cuando llevaba aquí tan solo unos pocos meses. Apareció entre mis pensamientos esa melancolía que surge cuando sentimos que el tiempo, como la arena entre los dedos, fluye y se escapa con rapidez. Hace una semana celebramos el Thanksgiving, dentro de poco llegará la Navidad y luego el Año Nuevo. A continuación, vendrá San Valentín, el Día de la Madres, más tarde el Cuatro de Julio, y vuelve a empezar el ciclo: Thanksgiving, Navidad, Año Nuevo… Poco a poco, van pasando los años. Recuerdo la manera en la que veía a aquellos que tenían treinta o treinta y cinco años, siendo yo niño: ¡que grandes eran! En mi veintes, pensaba lo mismo de aquellos que ya pasaban de los cuarenta. Y es que las vida pasa inexorablemente. A veces, podemos pensar que en las temporadas de celebración, como las que están por llegar, todo es exactamente igual a las anteriores, la misma comida, las mismas personas. Pero el tiempo, con sus estaciones, es dinámico.

Jugando un poco con las metáforas, podemos decir que a los árboles no les aburre la primavera, «Otra vez, lo mismo.» Pero no es lo mismo; hay algo diferente: el árbol mismo. Tal vez este año es más frondoso o con raíces más profundas; puede que haya venido un viento fuerte en la temporada anterior y se le haya quebrado una rama; quizás cayera un rayo y está ahora herido. Los ciclos y las celebraciones vuelven. El tiempo no se detiene. Nosotros, como los árboles, vamos cambiando, y las hojas de nuestra vida y nuestras raices serán más profundas cuando demos la bienvenida a los frutos de una estación nueva.

A lo largo de los últimos domingos, la liturgia nos ha venido recordando algo con un sentido de urgencia: nos llama a la conversión a Cristo y nos mueve a abrazar su mensaje. Las últimas palabras de Cristo en la primera lectura de hoy son «estén preparados» (Mt 24, 44). Ciertamente, la vida avanza, se nos marcha muy rápidamente, y es por ello que son urgentes las palabras de nuestro Señor. La segunda lectura de hoy también refleja este sentido de apresuramiento: no hay tiempo para nada más, no se distraigan con los placeres del mundo, ¡Cristo ya viene!.

Hoy empezamos el tiempo de Adviento. En esta temporada de tamalitos y rompope, cuando las dietas se suspenden por unas semanas, y celebramos gozando también de los bienes terrenales. No hay nada de malo en disfrutar de un buen vino tinto con la familia y celebrar; es natural, ¡es necesario! Pero no perdamos de vista que Cristo viene, y que esta temporada refleja la luz de su llegada. «Revístanse de nuestro señor Jesucristo, y que el cuidado de su cuerpo no de ocasión a los malos deseos» (Rom 13, 14). Revistámonos de Cristo y preparémonos: notemos en el brillo de las velas que algo está por suceder. Cristo nos está buscando en esta temporada de Adviento.

La temporadas no cambian. Las verdades de nuestra fe no cambian. Pero nosotros sí. Y en este tiempo la Iglesia nos recuerda una verdad fundamental: que Nuestro Dios nos busca con el corazón de un Padre, hasta el punto de haberse hecho uno de nosotros, viviendo como nosotros. Y busca una respuesta de sus hijos: ¡hay que estar vigilantes!

La tecnología es maravillosa: en unos instantes los buscadores hallan todo aquello deseamos; necesitamos luz en nuestra casa, y basta con mover un dedo para obtenerla; queremos ir a un lugar, y el carro nos llevará allí en unos minutos. La tecnología nos da inmediatamente aquello que buscamos. Sin embargo, existe un gran peligro cuando lo tecnológico marca el ritmo de nuestras vidas: caer en la tentación de creer que la vida espiritual funciona también de la misma manera. Podemos creer que debería bastar con arrodillarse unos momentos para ver y sentir el amor de Dios; o en tiempo de Cuaresma Dios nos hará ver nuestro punto de conversion para, a continuación, mostrarnos un fácil camino hacia el crecimiento. Si acaso obtenemos lo que buscamos de Dios pronto, creemos que algo está mal con nosotros o que no lo estamos haciendo correctamente: «Dios no me está hablando, o no me habla a mí como le habla a los demás». No debemos olvidar que nuestra vida espiritual es justamente eso: vida, y no una simple máquina constituida por simples resortes. Cultivar nuestro espíritu y crecer requiere de dedicación y perseverancia. Nuestra relación con Dios es algo vivo y dinámico que necesita ser nutrido, que requiere de tiempo y cuidado; de oración y atención a los sacramentos. En palabras de san Pablo, quisiera proponerles dos ideas de reflexión para seguir cultivado nuestra vida espiritual en esta temporada de Adviento:

La primera, ¡Despertar! Un despertar verdadero. No hablo de abrir los ojos y levantarse de la cama, sino de ponerse a trabajar. Despertarse espiritualmente es examinar nuestras actitudes, nuestros intereses y estilo de vida; es saber que hay cosas en nuestra vida no van con el mensaje de Jesús; ser conscientes de que hay muchas cosas a las que debemos renunciar, y muchas que modificar—nuestro ego, apegamientos, resentimientos, comodidades. Hay que buscar crecer. Hay que dejar las obras de la tiniebla y vestirse la armadura de la luz. Dios me busca a mí, y yo debo esforzarme y trabajar día a día para corresponder a Dios.

La segunda es vestirse de Cristo. No existe terapia o píldora mágica que resuelva todos nuestros problemas personales, psicológicos o familiares. Pero el Adviento nos recuerda por qué vivimos o, más bien, por quién vivimos; nos muestra que, en compañía de Cristo, de ese Dios que es amor, en compañía de los sacramentos, y de su Cuerpo y Sangre, podemos vivir en esa santa paz en medio de las contrariedades cotidianas. Día a día, en compañía de nuestra oración diligente, hallaremos la paz en lo que medio de lo que suceda a nuestro alrededor. Revestirnos de esa armadura de luz no es vivir ingenuamente o aislado de los problemas o del mundo, sino vivir con una dirección marcada: subiendo el monte del Señor. Dejando a un lado «mi montaña», «mis planes» o «mis placeres», subamos al monte del Señor, con alegría.

Que la Virgen María nos enseñe a preparar nuestras almas, ellaque se preparó para recibir a Jesús desde antes de que el arcángel Gabriel se le revelara. Rogemos a María para que nos muestre cómo estar cerca de los sacramentos y de la oración, y que nos  enseñe a perdonar y a mantener nuestra mirada fija en Cristo en este tiempo. Hagamos nuestras las palabras del poeta T.S. Elliot quien, reflexionando sobre cómo ver las cosas, los tiempos, con un sentido de novedad, dejó escrito:

No dejaremos de explorar,
y el fin de nuestra exploración
será encontrar nuesto punto de partida
y conocer el lugar por primera vez.

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