crisis de esperanza

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Estoy convencido de que la crisis más grande por la que estamos pasando en nuestros tiempos es una crisis de esperanza. Se ha oido decir que los nuestros son tiempos de fraude: hemos vivido el fraude financiero -la crisis del 2008- en la que la ambición de unos pocos arrastró a muchas personas a la pobreza; existe el fraude político, en el que los intereses personales de un pequeño grupo determinan el destino de los países; el fraude en la educación; o incluso el fraude en el deporte, en el que reconocidos atletas usan esteroides y medicamentos para mejorar su rendimiento. Somos además testigos del fraude de hombres y mujeres que se hacen llamar proclamadores del Evangelio de Cristo y que, desdiciéndose de su mensaje, viven una vida exhuberante y lujosa. Podemos sentirlo también en nuestra propia Iglesia, cuando los errores de unos pocos sacerdotes y la jerarquía terminan en escándalo.

Todo esto no hace sino confirmarnos que hemos puesto nuestras esperanzas en los bienes pasajeros. Hemos depositado esa esperanza en personas e instituciones humanas; y los seres humanos, terminamos defraudando. El papa Francisco describe esta crisis de la esperanza con las siguientes palabras. Francisco lo dirá así:

«la gente ya no parece creer en un futuro feliz, no confía ciegamente en un mañana mejor a partir de las condiciones actuales del mundo y de las capacidades técnicas […]. La humanidad se ha modificado profundamente, y la sumatoria de constantes novedades consagra una fugacidad que nos arrastra por la superficie, en una única dirección. Se hace difícil detenernos para recuperar la profundidad de la vida» (Laudato Si, 113).

A veces parece que el tiempo que vivimos y nuestro mundo son fríos y oscuros. ¿Dónde queda nuestra esperanza? ¿en qué o en quién ponemos nuestra esperanza para un «futuro feliz»? Recuerdo cuando el papa Juan Pablo II realizó uno de sus viajes a México y un grupo de amigos y yo nos preparamos para ir allá, al autódromo de Ciudad  de México. Sabíamos que el tiempo iba a ser frío y teníamos preparadas las colchas y los sleeping bags: todo listo para pasar la noche. A eso de las ocho de la noche la gente andaba emocionada con sus boletos en las manos y buscando su lugar; la música acompañaba. La emoción se sentía en el aire: «¡vamos a ver al papa!» Hacia las diez de la noche cada persona tenía ya su sitio escogido, su territorio marcado. La gente paseaba, la música continuaba sonando y los churros o los tamales ayudaban a combatir las bajas temperaturas. Para las doce o la una de la mañana llegó un frente frío: la música se calló; la gente enmudeció; y una neblina comenzó a rodearnos. Silencio. Un par de horas más tarde decidí intentar dormir, pero el hielo en el sleeping no me lo permitió. Comencé a caminar para calentarme. Recuerdo perfectamente el gélido frío y el silencio absoluto de aquel momento. Parecía que un único pensamiento rondaba la cabeza de todos: «¡que se acabe ya esté frío, que pase la noche!». Entradas las seis de la mañana, cuando el sol se asomó con sus primeros rayos, recuerdo como la gente levantaba sus dedos hacia él, como queriendo robarle un poco de calor a este rayo. Poco más tarde, cuando llegó el helicóptero del papa, la gente despertó del letargo y estalló de alegría. La noche quedaba atrás; el sol habia salido; y el Santo Padre estaba por venir. Toda aquella esperanza revitalizó de golpe a la multitud de personas que allí se encontraba.

 

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¿En quién tenemos puesta nuestra esperanza? ¿Dónde la depositamos en esta noche fría que a veces puede resultar el mundo actual? En el Evangelio de hoy vemos a Juan el Bautista encarcelado y teniendo sus dudas sobre Cristo. Juan Bautista, el mismo hombre que reconoció y señaló al Mesías diciendo: «este es el cordero de Dios» (Juan 1, 29), el mismo que no se sentía digno ni de desatarle las correas de sus sandalias, ¡se encuentra ahora sumergido en la duda!: ¿será realmente este el Cristo? ¿será este el Mesías? Juan manda a sus discípulos a preguntarle a Jesús: «Señor, eres tú el que ha de venir o esperamos a otro? » (Lucas 7, 20). Vemos en esas dudas que el Bautista alberga una esperanza todavía incompleta. En respuesta a aquello, Jesús redirige la atención hacia lo que ya está sucediendo a su alrededor: los ciegos están viendo; los sordos están escuchando; los leprosos son curados; los cojos caminan; y los muertos están resucitando. Observar lo que está sucediendo alrededor, ¡esa es la respuesta de la esperanza en Cristo! La misma respuesta tenemos nosotros: ¡Ve lo que está pasando a tu alrededor! Nosotros, los ciegos que no podíamos ver más allá de nuestras necesidades inmediatas, estamos viendo la luz de Cristo; los sordos, que no podíamos escuchar razones, incapaces del arrepentimiento o la humildad, estamos acercándonos a la Palabra; los cojos estamos caminando;  los leprosos somos curados; y los muertos estamos resucitando. ¡Está sucediendo aquí y ahora! Pero todos estos acontecimiento no son sino el la señal de uno mayor, la señal de que nuestra esperanza no se halla en este mundo ni en las instituciones humanas o en las personas. Nuestra esperanza está en Cristo, en Dios hecho carne. Y en Él está nuestra alegría.

Hoy, que nos vestimos de rosa en este domingo de alegría, domingo Gaudete, recordamos que Cristo viene al mundo y que por él vivimos, pero nuestra esperanza, como la del Bautista, está incompleta. El Evangelio nos presenta una invitación a enfrentarnos a esas dudas: ¿será Cristo el Salvador?, ¿puede Jesucristo hacerme realmente feliz a mí, en mis circunstancias, con mi pasado?, ¿puede satisfacer esta sed que tengo?, ¿y qué pasa si no es lo que esperaba y me decepciona?, ¿qué pasa si Jesús no es suficiente? Este tiempo de adviento es momento para acercarnos a nuestro Señor y buscar las respuestas que nos ofrece..

Decía un teólogo contemporaneo reflexionando sobre quién es Cristo y qué efecto tiene su presencia en el sentido más personal, decía las siguientes palabras:

«La alegría más grande del hombre es sentir a Cristo vivo y latiendo en el palpitar de su corazón, haciéndose carne en sus pensamientos. Todo lo demás es basura o ilusión que se desvanece» (L. Giussani).

 

Cristo haciéndose presente en tu vida, en la mía; en nuestras acciones y palabras; y en todas las dimensiones de la vida, ¡eso es lo que nos trae la verdadera alegría! Esa es la esperanza de nuestra fe: que esta noche, por más fria y oscura que sea, él es la luz. Nuestra esperanza está en que Cristo viene y en que la luz del Sol de Justicia va a iluminar todas las oscuridades; el calor del fuego de Cristo va a hacer desaparecer todo nuestro frío.

Pidámosle a María, aquella que trae la promesa de Cristo -ese primer rayo de sol que augura traernos su presencia-, que nos enseñe a acercarnos a él y a resolver nuestras dudas; que nos ayude a acercarnos más a los sacramentos y a la Iglesia para que nuestra esperanza se pueda seguir convirtiendo en alegría.

 

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