el «cuento» perdido del cristianismo

El gran autor G.K Chesterson nos dejó las siguientes palabras: El mundo no morirá nunca por falta de maravillas, sino por falta de asombro. Como cristianos, también podemos correr el peligro de perder ese asombro ante el cuento de Jesus, del cristianismo, y cesar de maravillarnos ante la historia de un Dios, que no se cansa de buscarnos decidida y apasionadamente. Cuando perdemos el sentimiento de asombro y maravilla ante la historia de Cristo, esta se banaliza y pierde el impacto que podría tener en nuestras vidas.

Cuando Jesús quiere dejar claro un mensaje específico, a veces nos deja una «triple parábola» y es esto lo que hace en el Evangelio de hoy. Tenemos la parábola de la oveja perdida, la de la moneda perdida y la del hijo perdido. Pero estas historias no tratan realmente sobre la oveja, la moneda y el hijo, ¿verdad? Estos relatos se tratan en realidad del pastor determinado, la mujer perseverante y el padre misericordioso. Lo que une estas tres parábolas son tres cualidades: buscar, encontrar y regocijarse. Cada una de las tres está conectadas a las demás; deben ser comprendidas en su conjunto, y no aisladamente.

Imagina que eres un pastor o una pastora, llega el final del día y estás contando tus ovejas. Tienes cien ovejas -el patrimonio de tu familia y el tuyo propio-, y descubres que falta una. Ya es tarde y sabes que una oveja perdida podría no sobrevivir a la noche; hay muchos peligros: lobos, empinados desfiladeros, ladrones. ¿Deberías arriesgar tu propia vida buscando esa oveja en la oscuridad? O imagina que eres una mujer que ha perdido su anillo de casada, ¿qué ocurre si nunca no lo vuelves a encontrar?, ¿qué pasará después de perder este objeto de tanto valor emocional y económico? O imagina que eres el padre que da su herencia a un hijo, y éste desaparece: no es la herencia lo que duele, sino haber perdido a tu hijo. ¿Qué sucede si tu hijo nunca vuelve?, ¿qué ocurre si nunca lo recuperas, ¿si está perdido para siempre y no lo vuelves a ver?

Las primeras dos parábolas son realmente una preparación para la tercera. En ella atestiguamos la amargura y soledad en las que el hijo, a consecuencia de sus propias decisiones, se encuentra. Se nos recuerda que, al igual que éste, cuando abandonamos el abrazo del Padre, nos vamos a hallar soportando el amargo trago de la soledad; que la acción de alejarnos de Dios, contiene en sí misma su propio castigo. El Evangelio dice: «deseaba llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada» (Lucas 15,16). ¿Ven ahí la dignidad perdida? ¡Ni siquiera los cerdos podía respetar a este hombre en el estado en el que se encontraba! Esta parábola habla no solo del relato, del «cuento», del cristianismo, sino también del nuestro, de la historia de nuestra fe personal y nuestro camino en Dios: mi propia historia. La parábola relata que, «volviendo en sí» (Lucas 15,17), el hijo perdido se dio cuenta de dónde estaba. En la inmundicia, arrastrando su dignidad perdida, recobró el sentido. Esta es la historia de nuestro despertar, de mi conversión; del viaje de vuelta a la casa de nuestro Padre.

Observemos ahora la segunda lectura y veamos como Pablo vive su propio relato de Cristo, el de volver a la casa del Padre. Pablo dice: «Aun habiendo sido yo antes blasfemo, perseguidor y agresor. Sin embargo, se me mostró misericordia porque lo hice por ignorancia en mi incredulidad. Pero la gracia de nuestro Señor fue más que abundante, con la fe y el amor que se hallan en Cristo Jesús« (1 Tim 13,15). Pablo, como el hijo pródigo, reconoce su propio pecado. Reconoce que es un perseguidor, un blasfemo y un hombre arrogante, y, viendo sus pecados, ha «recobrado el sentido». Pablo busca la salvación en Cristo. Podemos pensar con facilidad que «volver en sí» es para nosotros una cuestión de circunstancias. Pero la conversión no es cuestión de cambiar nuestras circunstancias; por encima de todo, lo que debe cambiar es nuestro corazón frente a nuestra dignidad perdida.

El hijo pródigo y Pablo reconocen sus pecados y, por medio de ellos, se convierten y encuentran el amor perdido. Me gustaría desafiarlos, tal y como hago conmigo mismo, a preguntarse: ¿Cuáles son los pecados que Dios me ha perdonado a mí? Si la segunda lectura dice que Cristo viene al mundo para «salvar a los pecadores» (1 Tim 1,15), ¿de qué modo soy yo pecador?; ¿qué pecados me ha perdonado Dios?; ¿por qué, si no soy un «pecador», si no puedo nombrar o formular esos pecados que me ha perdonado, podría decir que vino Cristo a salvarme? Solo cuando encontramos nuestra necesidad de misericordia y perdón, podemos redescubrir nuestra propia historia de salvación, nuestro «cuento» perdido. Ciertamente, requiere de un acto de coraje y humildad decir, como hizo Pablo: «Dios ha perdonado mi orgullo, mi egoísmo y mi avaricia; y así, puedo recibir su bondad y misericordia». Igual que en el Evangelio, YO soy el hijo pródigo y errante que vuelve a casa de su padre. He sido perdonado. Fui salvado para que Cristo pudiera tener vida en mí. El padre está esperando, buscando en el horizonte signos del regreso de su hijo o hija, esperando para salir corriendo y abrazarnos. Y es que, cuando tú tomas dos pasos hacia Dios, ¡Dios corre hacia ti! Dios nunca es más «Dios» que cuando perdona, cuando manifiesta su misericordia. Podríamos decir que, cuando pedimos a Dios su perdón, le «permitimos» ser Dios. Cuando reconocemos nuestro pecado, le permitimos ser el padre que de nuevo abraza a su hijo o hija. Dios está determinado a encontrarnos si queremos ser encontrados, pero todo comienza por ese «volver en sí», por reconocer a dónde nos han llevado nuestras decisiones y las condiciones en las que nos han dejado.

Henri Nouwen dice,

¿De verdad quieres convertirte? ¿Quieres ser transformado? ¿O bien mantienes fuertemente con una mano tus viejos modos, mientras con la otra suplicas a la gente que te ayude a cambiar? la conversión es algo que no puedes regalarte a ti mismo. No es cuestión de fuerza de voluntad. Tienes que confiar en la voz interior que te muestra el camino. Tú conoces esa voz. Te miras en ella a menudo. Pero después de haber oído con claridad lo que se te pide que hagas, empiezas a poner pegas y a buscar la opinión de los demás. De esa forma te ves atrapado en una incontable variedad de opiniones, sentimientos e ideas contradictorios, y pierdes el contacto con Dios que está contigo. Así terminas por depender de las personas que te has buscado para que estén a tu alrededor. Solo con una atención constante a la voz interior te convertirás a una nueva vida libre y gozosa.

Esto nos trae al tercer aspecto de las parábolas: la alegría, la celebración, el regocijo, el vino y el ternero cebado, el banquete celestial. Este júbilo ha comenzado ya. Nuestro ser-encontrado por Dios en nuestros pecados, es el origen de la alegría. Este es el gran banquete que Cristo nos da, y nos deja signos de esta reconciliación: el signo de su amor en la cruz y el signo de seguir llegando hasta nosotros por medio de la Santa Eucaristía.

A través de la intercesión de María, recordemos el relato, el «cuento» del cristianismo, y recordemos que esta es nuestra historia, mi historia, el «cuento» de mi salvación, la de un Dios que apasionada e incansablemente busca para encontrarnos y disfrutar de un banquete de celebración.

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