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Obediencia y Libertad
Escuchamos en la primera lectura que los caminos de Dios no son los caminos del hombre, que lo que nosotros creemos que puede ser lo que necesitamos, puede no ser lo mejor. Aunque no lo parezca, es la voluntad de Dios en nuestras vidas es lo que realmente nos hace felices.
‘Obediencia‘ es una palabra que no utilizamos muy frecuentemente hoy en día, tal vez porque pensamos que una persona obediente es una persona que ha perdido la libertad, entregándola ciegamente a los antojos de otra persona.
Es cierto, ofrecer nuestra libertad y juicio a un hombre o una mujer puede esclavizar; lo hemos visto a lo largo de la historia. Sin embargo, a diferencia de con el hombre, la obediencia a Dios siempre nos libera.
“Los caminos de Dios no son tus caminos” (Is 55,8). Vemos en la segunda lectura, cómo Jesús mismo obedeció hasta la muerte, una muerte en la cruz. Nos mostró cómo el camino del cristiano es un camino de darse, de entregarse, no de acumular ni de poseer.
Lo vemos también en el Evangelio sobre los dos hijos, uno que dijo que haría la voluntad de su padre y no la hizo, y otro que dijo que no lo haría y sí la acabó haciendo. Cada uno de ellos habrá pasado un periodo de discernimiento, de pensar qué será lo mejor a él mismo y para su papá. El primer hijo tal vez dijo, «Mi padre necesita ayuda. Allí estaré»; pero luego, pensándolo bien, reflexionó y se dio cuenta de que ha sido una semana difícil, que no ha comido, está cansado, y acabó por no ir. Tal vez el segundo hijo pensó lo contrario: «estoy cansado, ya no me queda energía, no he comido, no he visto a mi familia; no puedo ir». Después de reflexionar, pensó: «aunque mi otro hermano también vaya a ir, o por lo menos eso dijo, voy a ir a echarle una mano a mi padre», y se apareció, cumplió la voluntad del padre.
En este pensar, ¿qué es lo que Dios quiere?, es fácil discernir lo bueno de lo malo en nuestra vida: «no mato, no robo, no lastimo», eso es muy fácil. Pero es más difícil discernir lo bueno de lo mejor, o lo mejor, de lo óptimo. No es fácil discernir la voluntad de Dios en nuestras vidas. Más de una vez te lo has planteado, «¿qué quiere Dios en esta situación?, ¿cómo encaja la obediencia de Jesús a su Padre en mi vida, en estas situaciones concretas?»
Discernir Entre Dos Bienes
Cuando estaba en el seminario, a mitad del proceso de formación, me encontraba discerniendo lo mismo, pensando, «¿será el sacerdocio lo que Dios quiere?, ¿o será el sacerdocio un antojo en mi vida, algo que yo quiero, que a mí me gustó? Tal vez lo mío será la vida matrimonial: casarme, ser padre de familia, tener un buen trabajo, formar a mis hijos. Tal vez es eso lo que Dios quiere».
Me encontraba luchando con estos pensamientos y hablé con un amigo que vive en Roma, y le conté mis dudas, sobre lo que estaba pensando y rezando. Me dijo «¿por qué no te vienes a Roma unos días?» Respondí sarcásticamente, «¿así no más, me echo una vuelta para saludar?», y replicó, «Consigue el dinero para el vuelo y yo te pago hospedaje y comida», —»Ah, bueno, ¡así sí me la pienso!».
Tomé el vuelo, llegué a Roma. Me recogió en el aeropuerto y tomamos un taxi hacia la ciudad. Le pregunté, «¿dónde nos vamos a quedar?», y respondió «ya verás, no te preocupes». A lo largo del viaje tenía mi pregunta como telón de fondo: «¿cuál es la voluntad de Dios para mí?, ¿sacerdote, hombre casado, religioso… qué será?»
Llegamos al centro de Roma, entramos a la basílica de San Pedro y fuimos entrando por puestos de la Guardia Suiza, que nos fueron saludando según íbamos pasando, hasta que llegamos a Casa Santa Marta, donde el Papa Francisco se hospeda actualmente.
El Papa estaba en el segundo piso y yo estaba en el quinto piso. Entonces, por cuatro días, literalmente yo estaba por encima del Papa. Claro, hice lo que creo que cualquier persona haría: si tú estás en el quinto piso y el Papa está en el segundo piso, te vas por las escaleras, siempre. Uno nunca sabe. El guardia suizo me llegó a conocer tanto que ya escuchaba mis pasos y me invitaba a seguir bajando, sin parar a amarrar mis zapatos en el segundo piso.
Tuvimos una celebración de navidad el 11 de diciembre, en las vísperas de la Virgen de Guadalupe. Estábamos platicando con gente, era un evento público, y le dije a mi amigo «¿sabes qué?, yo estoy cansado, me voy a regresar». Comencé a rezar el rosario de camino a casa. Llegué a Casa Santa Marta, me dije a mí mismo: Bueno, voy a acabar de rezar en mi cama. Estoy muy cansado, y una pequeña voz en mi interior me susurró: oye, ¿y si lo rezas en la capilla? Acábalo en la capilla, mañana es el día de la Virgen.
Entro a la capilla…
oscura…
lo único iluminado era el Santísimo y la vela del Santísimo…
completamente sola…
excepto por una figura vestida de blanco en la segunda butaca, orando.
Por supuesto, me senté. Acabé mi rosario. Empecé un segundo rosario. Terminé ese rosario y empecé a rezar el breviario. Me doy cuenta que el Papa se levanta y empieza a caminar poco a poco hacia la salida. Claro, yo estaba rezando, con la mirada en el Santísimo, “sin ninguna idea de lo que pasaba a mi alrededor”. Luego, de reojo me doy cuenta de que esta figura de blanco empieza a caminar hacia mí. Hasta que hay un momento en el que tengo que voltear y poner mi cara de sorpresa (¡Ah, su Santidad!, ¿está ahí? No lo había visto en esta capilla completamente sola y vestido de blanco). Me pongo de pie y le digo: «Su Santidad, es un gusto conocerlo. Mi nombre es Jorge Campos, soy seminarista. Si Dios quiere me ordenaré diácono el próximo año y quiero pedire sus oraciones».
Alegría
Lo primero que me impactó al ver al Papa fue que tenía esa imagen del Papa como un hombre naturalmente risueño, alegre; tal vez, incluso ingenuamente risueño, por las fotografías que veía, las noticias; un hombre naturalmente inclinado a la alegría. Cuando lo vi, su rostro caído de cansancio, totalmente exhausto, sin sonrisitas. Me di cuenta de que para ese hombre, para ese discípulo de Cristo, la alegría era una decisión de vida; era una elección, era algo que él continuamente escogía. Pudo elegir una forma de vida preocupada, triste o ansiosa, pero escogía continuamente la alegría.
«Su Santidad, quisiera pedirle dos cosas: la primera es que, como mañana celebramos la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, sería un honor para mí que me invitara a acudir a su misa».
«Sí, sí, sí, ¿cómo te llamas?«
«Jorge Campos»
«Muy bien, yo te apunto, ven. ¿Y la segunda?«
«Quiero tomarme una foto con usted»
«Bien, mañana, después de Misa» Después señaló a la banca y me dijo: «reza por mí«. Le contesté, «Su Santidad, rezo todos los días por usted. Gracias por sus mensajes, gracias por todo lo que dice, y gracias por todo lo que hace». En ese momento sí se rió, y lo que respondió fue para mí un golpe al estómago. «Gracias por todo lo que hace», y añadió, «y que Dios me perdone por todo lo que no hago».
Eso lo guardé, lo guardé en mi discernimiento, en mi oración. No por miedo a que Dios me vaya a juzgar, no por miedo a que lo que yo haga nunca vaya a ser suficiente; sino porque a veces nosotros pensamos que somos buenas personas por lo que no hacemos, «yo no mato, no robo, no miento, yo soy una buena persona». Lo que nos hace buenas personas es responder a la voz del Padre, que nos reta, que nos llama a hacer el bien, no a no hacer el mal, a construir el reino de Cristo.
Conciencia
Escuchamos la voluntad del Padre en nuestra conciencia, buscando formarla cada vez más. Es una responsabilidad que tenemos, formar nuestra conciencia; porque si no respondemos y no actuamos según nuestra conciencia, la siguiente vez que nos hable lo hará en voz más baja, todavía más suave, más suave, y cada vez resultará más difícil hacer el bien; o, desde una perspectiva positiva, según más actuamos en conciencia, más fácil será hacer el bien. Es una gran responsabilidad escuchar a la conciencia, escuchar la voluntad de Dios.
Escuchen lo que dice la Iglesia sobre la conciencia:
«en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se da a sí mismo, para la cual debe obedecer, y cuya voz resuena cuando es necesario en los oídos de su corazón; advirtiéndole que debe amar, practicar el bien y evitar el mal, ‘’Haz esto, evita esto’’; porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana, y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo» –Catecismo de la Iglesia Católica 1776.
Para formar bien nuestra conciencia, hay que leer las Sagradas Escrituras, hay que orar, hay que consultar las enseñanzas de la Iglesia; porque muchas veces podemos utilizar nuestra conciencia para justificar nuestro mal camino. «Es mi conciencia, a mí me lo dice así, ¡tengo que seguirla!» Más bien, será tu conciencia mal-formada, tu auto justificación que habla.
Para formar nuestra conciencia, este espacio sagrado donde Dios habla, hace falta sinceridad. Dios mío, ¿estoy buscando mi camino, o estoy buscando tu camino? “Tus caminos no son mis caminos,” dice el Señor.
Vamos a pedirle a la Virgen María que nos enseñe a escuchar la voz de Dios en nuestra conciencia. A obedecer, y a actuar con la alegría de que somos portadores del mensaje de Cristo, de que seguimos a Aquel que es la Vida.
P.D. No pude resister tomar una foto en la capilla. Al verla, no te olvides de orar por el sucesor de Pedro, por nuestro Santo Padre y su ministerio.
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