fuego meta-olĂ­mpico

A veces pienso que ver los Juegos Olímpicos debería contar como ejercicio. Después de tan sólo diez minutos de ver atletas de natación, saltar y correr, me siento como que he tenido una media hora en el gimnasio ¡y estoy listo para ordenar una buena pizza para compensar todo el esfuerzo!
Hace ocho años, un chico de trece años de edad de Singapur se acercó a la leyenda de natación Michael Phelps. El chico le dijo a Michael que él era su ídolo, que quería ser como él cuando fuera grande, y que le gustaría ganarle un día. Michael le animó a seguir entrenando y a seguir trabajando en su deporte. Hace dos días Michael Phelps ganó su única medalla de plata en estos Juegos Olímpicos. Perdió contra este chico de Singapur al que conoció y animó hace ocho años. Una foto maravillosa capta el momento en el final de la carrera, ambos contemplan el marcador, ambos sonriendo y disfrutando de terminar la carrera. Pero para llegar a este momento ese niño tuvo que entrenar una y otra vez, día tras día. Michael Phelps era su ídolo y su motivación para cumplir con su objetivo, a pesar de todas las dificultades; la mayoría de los atletas olímpicos tienen las mismas cualidades de perseverancia y determinación. San Pablo también está fascinado por las carreras y competiciones. En la segunda lectura escuchamos a San Pablo reconocer las virtudes de los atletas, especialmente de la fortaleza, la perseverancia, la constancia y determinación, y las aplica a seguir a Cristo y vivir una vida cristiana. «Correr con perseverancia la carrera que tenemos por delante,» (Heb 12, 1), dice, «con perseverancia.»


Uno de los retos que tenemos en vivir nuestra fe en el mundo de hoy, es que queremos vivir un cristianismo «light». Queremos disfrutar de la medalla de oro sin el sufrimiento de despertarse a las tres de la mañana todos los días para el entrenamiento; queremos la plenitud de la paz de Cristo sin la disciplina de la oración diaria y los sacramentos; queremos la gloria sin la virtud. En resumen, queremos la resurrección sin cruz. Esto es lo que Jesús está hablando en el Evangelio cuando dice: «Tengo que recibir un bautismo» (Lucas 12, 50). Según Lucas, Jesús ya había sido bautizado por Juan, pero el segundo bautismo que ahora Jesús es la cruz; prevé la perseverancia que esta misión redentora requerirá, pero sobretodo prevé el poder salvador de este acto de amor que se filtrará en nuestras vidas.
Al igual que el nadador joven que tenía su mirada fija en Michael Phelps, y quien se mantuvo firme a su motivación para entrenar, también nosotros estamos llamados a mantener la mirada en Cristo. Me preguntaba mientras yo estaba viendo los Juegos Olímpicos ¿Qué estarán pensando? Mientras corren, mientras nadan o saltan, ¿cuál es su preocupación en ese momento? Estoy seguro de que no es «Espero ganar este carrera! Estoy atrasado en las facturas.» O «Me gusta la técnica de este que anda al lado de mí.» La determinación y motivación del atleta se fija en una cosa sola: ganar el premio, lograr la meta; solo eso existe para ellos. Vemos este mismo celo y determinación ardiente con Jesús en el Evangelio, cuando dice: «He venido a traer fuego a la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!» (Lucas 12,49). ¿Ven? Es esa determinación, ese deseo, y esa voluntad, lo que motiva a Jesús. Es por esto que San Pablo nos reta a tener los ojos en Cristo, porque es SU fuego, la fuente de nuestra determinación y motivación.
Proponerse uno mismo a lograr una meta es quizás de las cosas más difíciles que cualquier persona puede hacer. Puede ser extremadamente difícil conectar con tu motivo, y tal vez aún más difícil, mantener la motivación, pero mientras más fuerte sea tu motivo más fuerte será tu resistencia y tu virtud. San Pablo nos desafía a encontrar nuestro motivo y nuestra fuerza en Cristo mismo. Que tu motivación sea Jesús, que tu fuego y tu deseo sea el Señor mismo.
Los atletas olímpicos exitosos que vemos en la televisión hoy en día pueden haber sido rechazados y cuestionados en el pasado, incluso por los más cercanos a ellos. «¿De verdad crees que puedes transformar a la natación en tu profesión?» Sus familias pudieron haber dicho. «¿Cómo vas ser corredor como carrera de vida? ¿Es eso lo que realmente quieres hacer con tu vida? «Los ambiciosos objetivos de estos atletas pueden haber sido la fuente de una división incluso entre sus familias. Del mismo modo, Jesús nos dice: «No he venido a traer la paz. He venido a traer división «(Lucas 12, 51). Por que, si realmente estamos determinados a tener nuestros ojos fijos en Jesús y su Reino, y si el seguirlo es la fuerza de nuestra vida, si para nosotros sólo existe Él, entonces sí, vamos a ser una fuente de división. La gente puede decir «Seguir a Jesús de esa manera, una forma de fanatismo.» «No seas tan radical». Te dirán. «Jesús es amor, no tienes que hacer nada mas que recibir su amor.» Lo que es peor, podemos decirnos a nosotros mismos estas cosas. «Ya voy a Misa cuando puedo,» justificándonos , «Hago lo que tengo que hacer.»
Cuando San Pablo es encarcelado y a poco de ser ejecutado, escribe una carta a Timoteo. En este momento en que se encuentra encadenado y condenado a morir ¿qué escribe? «He peleado la buena batalla», dice «he terminado la carrera» (2 Tim 4, 7). Pablo realmente tenía los ojos fijos en Jesús, al igual que Jeremías en la historia que hemos escuchado en la primera lectura. No sé si tú has tenido la oportunidad de leer el libro de Jeremías, pero de todos los profetas Jeremías debe haber sido el que más sufrió. Jeremías predicaba acerca de la destrucción de Jerusalén que se produciría si la población no se convertía. Cuando Jeremías está a punto de morir lo sacaron de la cisterna, y Jerusalén fue destruida poco después, tal como profetizó Jeremías. ¿Qué obliga a Jeremías a actuar como lo hace, para poner su propia vida en juego? Es el mismo poder y el mismo fuego que compele a Jesús y San Pablo. Todos ellos están dispuestos a arriesgar sus vidas para vivir según la Palabra de Dios. No a la palabra del mundo, o de comodidad, o de éxito, sino de Dios.
La Palabra de Dios nos habla, sutil y constantemente por muchos medios, especialmente a travĂ©s de nuestra conciencia: «El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral, puede oĂ­r a Dios que le habla.» (CIC 1777). «El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazĂłn […]. La conciencia es el nĂşcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más Ă­ntimo de ella» (GS 16). Es ese espacio sagrado en el que nos enfrentamos a la Palabra, y donde tenemos que decidir cuál va a ser nuestro camino, quĂ© direcciĂłn vamos a elegir, lo que vamos a pensar y decir y hacer; es el «lugar de la decisiĂłn, más profundo de nuestras tendencias psĂ­quicas. Es el lugar de la verdad, donde escogemos la vida y la muerte. Es el lugar de encuentro, ya que, a imagen de Dios, vivimos en relaciĂłn: es el lugar de la Alianza «(CIC 2563). Es en nuestra conciencia donde nos vemos compelidos, donde el fuego de Cristo en su Palabra nos habla. ÂżEntonces quĂ© haremos?ÂżEstamos dispuestos a seguir la Palabra? ÂżEstamos dispuestos a pelear la buena batalla, a correr la carrera con perseverancia?ÂżEstamos dispuestos a crear divisiĂłn con el fin de tener nuestros ojos fijos en JesĂşs?
Al final, por supuesto, es obra de la gracia. Pelear la buena batalla, para terminar la carrera es la obra de la gracia, pero actúa a través de nuestra voluntad. Debemos recibir esa gracia y ponerla en práctica, incluso en los aspectos más pequeños de nuestra vida: mantener la mirada fija en Jesús, escuchar su voz en nuestra conciencia, y nunca perder la esperanza por nuestros fallos y miserias. Cada vez que sientas que las cosas se vuelven demasiado difíciles, insoportables, que un problema familiar te está quitando tu paz, que una angustia económica nubla tu fe, que una tensión profesional se sale de control, o una adicción nubla tu esperanza, cada vez que te sientas cansado de este ejercicio de disciplina, vuelve la mirada hacia Jesús. Jesús es nuestra esperanza, pero él quiere de nuestra voluntad asimilar e integrar esa esperanza en nuestras vidas. Aprendamos de María y pidámosles que nos muestre cómo mantener nuestros ojos en Cristo, para que también nosotros podamos pelear la buena batalla y terminar la carrera, y para que con nuestra constancia, fortaleza y disciplina podamos llevar a cabo, con la gracia de Cristo, el Reino de Dios.

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