Hoy celebramos una de las grandes fiestas de la Iglesia: la solemnidad de Santa MarÃa, Madre de Dios. Se trata de la mayor de las fiestas marianas y su misterio deriva del misterio de la Encarnación, por el que Dios quiso hacerse hombre y ser, «nacido de mujer» (Gál 4, 4). Al elegir nacer por MarÃa, Dios la quiso exaltar de un modo muy especial.
A veces, les pregunto a los niños: «Te imaginas a Jesús a tu edad? ¿puedes imaginártelo a los nueve años?». Suelo recibir como respuesta una sorprendida mirada y ojos parpadeantes. «Asà es –les digo– Jesús fue niño, como tú; tenÃa que hacer la cama, comerse su desayuno e ir a la escuela, como tú». MarÃa tuvo un rol esencial en la vida de Jesucristo: fue ella quien le enseñó a rezar los Salmos y fue ella quien lo guió para crecer «en sabidurÃa, estatura, y en gracia para con Dios» (Lc 2, 52). Además, dado que Jesucristo no poseÃa padre terrenal, es de suponer que tenÃa Jesús un gran parecido fÃsico a su mamá.
MarÃa nos es tan solo una mujer más del Nuevo Testamento. El hecho de ser la elegida para dar a luz al hijo de Dios le da un tipo particular de solemnidad. Isabel dirá: «¿Quién soy yo, para que venga a visitarme la madre de mi Señor?» (Lc 1, 43). Vemos esta exaltación a MarÃa a lo largo de todas las Sagradas Escrituras, en ambos Testamentos.
Exploremos este misterio yendo a los orÃgenes. En los primeros siglos del Cristianismo, los padres de la Iglesia pasaron gran cantidad de tiempo reflexionando en torno a los misterios fundacionales de nuestra fe: La EucaristÃa, la Iglesia y, por supuesto, acerca de Jesús y su madre MarÃa. Una de sus discusiones principales fue propuesta más o menos del siguiente modo: «De acuerdo, ¿dónde está escrito pues que Jesús es Dios? Luchaban con aquellas cuestiones porque, de hecho, no existe una afirmación explÃcita en la Biblia de que Jesús sea Dios. Los padres de la Iglesia encontraban en las Escrituras que Jesús es llamado «el MesÃas», «el hijo de Dios», «el Elegido», «ElÃas» y «el que ha de venir», pero no encontraban especÃficamente una frase que revelara que Jesús sea el mismo Dios. Lo que llegaron finalmente a comprender es que, aunque no estuviera afirmado explÃcitamente, Jesús es Dios porque sus acciones y obras son las de Dios, puesto que solo Dios puede perdonar los pecados, y asà lo hace Jesucristo; solo Dios puede salvar, y salvación es lo que nos ofrece Jesús.
Después de concluir mediante las Escrituras que Jesús era Dios, se preguntaron nuevamente: «Pero, entonces ¿Jesús no era hombre? Sabemos que parece un hombre, que habla como uno y que nació y falleció como hombre; pero ¿fue realmente hombre?». Continuaban: «¿No habrá sido Jesús Dios disfrazado de hombre, de ser humano? Esta pregunta les llevaba a concluir que la vida de Jesús habrÃa sido una ilusión teatral, una farsa interpretada por Dios; y la salvación y la reconciliación con el Padre habrÃa sido un engaño. Con el tiempo, llegaron a la conclusión de que, efectivamente, Jesús es también un ser humano real: verdadero Dios y verdadero hombre. Después de haber resuelto aquellas cuestiones, volvieron a la controversia sobre MarÃa. Si la conclusión es que Jesús es Dios, entonces Su madre, es la madre del mismo Dios. Esta fue una de las grandes revelaciones para los primeros tiempos del Cristianismo. MarÃa fue formalmente reconocida como Madre de Dios en el año 431 d.C. en el concilio de Éfeso, en el que se declaró que ella no era simplemente la portadora del MesÃas –Christotokos–, sino la portadora de Dios mismo –Theotokos–.
MarÃa es exaltada por encima de todos los santos porque ella es el camino más corto a Cristo. EstarÃamos equivocados si no nos acercáramos a ella pensando que serÃa «adorarla,» restarle gloria a Jesús, pues nuestras rodillas solo se doblan ante Cristo, nuestro Señor y Salvador; pero sà la veneramos por encima de todos los santos e intercesores como lo hacen las Sagradas Escrituras. Creo que Dios lo quiso de este modo, «nacer de mujer» y que una mujer fuera «portadora» de Dios, para que pudiéramos ver la ternura de su amor divino. MarÃa estuvo presente durante toda la vida de Jesús desde el momento de su nacimiento; estuvo presente en los milagros; recibió al EspÃritu en Pentecostés, y fue una de los pocas personas que tuvo el suficiente coraje para estar allà ante la muerte de su hijo en la cruz. Nadie conoce a un hijo mejor que su madre. Si queremos llegar a conocer a un joven –su comida preferida, sus aficiones y a sus mejores amigos–, solo tenemos que preguntar a su madre y MarÃa, la madre de Dios, no es la excepción a esta regla. Ella conoce el corazón de su hijo, sabe qué lo conmueve, en qué sueña su espÃritu y qué lo lastima. Es a través de esta increÃble llamada de ser madre, de esta vocación de maternidad—vocación que se encuentra tan atacada y lastimada en nuestros tiempos—que Dios entró al mundo.
Del mismo modo que MarÃa está presente durante toda la vida de Jesús, está enormemente implicada en nuestra vida y en nuestra salvación. Las últimas palabras que Cristo dirigió a Juan y a su madre mientras morÃa en la cruz fueron: «Mujer, he ahà tu hijo […] He ahà tu madre» (Jn 19, 26-28). MarÃa se le ha dado como madre a quién ya se ha empezado a parecer al Hijo; MarÃa se le ha dado como madre a todos los que hemos nacido por el bautizo. MarÃa está determinada a amar y dar a luz a su hijo en cada uno de nosotros (OrÃgenes). MarÃa, la expresión del amor tierno del Padre, está resuelta a que nos parezcamos a Cristo en todo.
Mientras comenzamos a hacer propósitos para Año Nuevo, al iniciar nuestra dietas y disponernos a ser mejores en nuestros trabajos y en nuestras relaciones personales, pongamos especial atención a nuestra salud espiritual (¡hay tantos que viven espiritualmente deshidratados!). Si queremos una vida plena, llena, entonces nuestra vida espiritual—nuestra relación con la Vida-hecha-persona—es la primera prioridad. MarÃa nos puede ayudar a hacerlo; ella puede guiar nuestros esfuerzos hacia su hijo. A MarÃa también le gusta esconderse: siempre nos redirecciona a Cristo y enfoca toda atención hacia Él, sin quedarse con nada. Ser la Madre de Dios la hace asà mismo la Madre de la Paz y la SabidurÃa, esa paz y sabidurÃa que tú y yo a veces tanto anhelamos.
Hay muchas maneras mediante las que podemos acercarnos a MarÃa. Ella nos lleva a su hijo en la EucaristÃa, nos lo señala. Quizás, en el momento del ofertorio, podamos llevar todos los propósitos para el año, todas aquellas cosas que valoramos y amamos en nuestra vida –salud, trabajo, vida, nuestras relaciones personales, todas las cosas por las que nos sentimos agradecidos, nuestros sufrimientos y también nuestras cargas–, y ponerlas en el altar junto a MarÃa. Otra gran manera de acercarnos a ella es por medio del Santo Rosario. Rezar el rosario es un medio para meditar e interiorizar las Escrituras y los misterios de la vida de Cristo: su vida, pasión, muerte y resurrección. Todos ellos están reflejados en el Rosario.
El Evangelio dice: «MarÃa guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). MarÃa es un verdadero ejemplo de cómo hemos de vivir la vida de Cristo, meditando en nuestro corazón los misterios. Con este espÃritu, tal vez uno de los propósitos de este Año Nuevo podrÃa ser consultar más al Padre: hablarle a Dios en la oración, pedirle consejo ante las pequeñas y grandes decisiones de nuestra vida. En agradecimiento por un año más de vida y por el regalo de la fe en nuestras vidas, pedimos que MarÃa nos enseñe cómo encontrar a Cristo, como amarlo y compartirlo con los demás.
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