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OĆmos unas palabras muy poderosas en las lecturas sobre el propósito de la vida del hombre. La primera lectura, tomada del Libro de la SabidurĆa, dice que:
āDios creó al hombre para que nunca muriera, porque lo hizo a imagen y semejanza de sĆ mismo; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan quienes le pertenecenā.
Si prestamos suficiente atención a nuestra vida espiritual, podemos experimentar a diario los efectos de la Muerte y de la Vida en nuestras propias vidas. Tomemos, por ejemplo, la semana pasada: las luchas, las peleas āinternas o externasā, la tristeza, la soledad, los miedos⦠son, en cierto modo, experiencias los efectos de la Muerte. Del mismo modo, los momentos de autĆ©ntica alegrĆa, la compasión, el amor, el perdón y el sentido de plenitud y trascendencia son tambiĆ©n experiencias de Vida. La muerte no es algo que les sucede a todos excepto a mĆ, o algo que eventualmente sucederĆ”, en un tiempo completamente irrelevante para este momento de mi vida. La Muerte tambiĆ©n puede ser experimentada por las sugerencias sutiles del demonio en nuestras vidas. Al igual que la Vida puede ser verdaderamente experimentado por las sugerencias sutiles del EspĆritu en nuestras vidas.
La historia del Evangelio de hoy habla de dos mujeres ādos mujeres al borde de la desesperación. La primera, una niƱa de 12 aƱos de edad, hija de Jairo; y la otra, una mujer que tambiĆ©n por 12 aƱos ha sufrido una enfermedad. Ambas son llamadas Ā«hijasĀ»āuna, la hija de Jairo, y la otra es llamada hija por el mismo JesĆŗs. Hay algunas semejanzas entre ambas historias; se pueden comparar y contrastar, pero en general son historias de un momento crĆtico de desesperación. Ya sea directa o indirectamente, ambas mujeres se le acercaron a JesĆŗs como Ćŗltimo recurso.
Tomemos el caso de la primera. Jairo es un jefe de la sinagoga, el administrador y el presidente de la junta de ancianos que coordina todos los servicios; es uno de los hombres a cargo. Incluso se podrĆa decir que era de aquellos que creĆan que JesĆŗs era un hereje, un instigador, el iniciador de una revuelta. Representando la sinagoga, debĆa de tomar esa posición formal; pero en su desesperación, abandona toda posición, y, buscando a JesĆŗs, pone en peligro su trabajo por la sanación de su hija. Todo estĆ” en el lĆmite y, como Ćŗltimo recurso, busca a JesĆŗs.
Luego estĆ” la mujer con hemorragia, la cual ha sido declarada impura. Durante 12 aƱos ha estado luchando con esta enfermedad. Ha gastado todo su dinero. Seguramente hasta perdió a su marido y a sus hijos a causa de ser declarada impura. Ha sido rechazada y relegada por la sociedad. Imagina el sufrimiento āsocial, espiritual y personalā que esta mujer habĆa experimentado: buscando sanación, ha perdido todo. En aquellos tiempos, cualquier forma de desangramiento del cuerpo era una razón para ser declarado impuroā ĀæRecuerdas cuando MarĆa fue al templo para la purificación despuĆ©s de dar a luz a JesĆŗs? Pues bien, esta mujer, por 12 aƱos, no podĆa encontrar cura. Se creĆa que la causa de la enfermedad era un pecado en su vida o en la vida de sus padres o abuelos que ella acarreaba, la causa raĆz era aquella enfermedad espiritual. La gente se mantenĆa alejada de ella, literalmente, como un leproso. Probablemente por eso se ocultó en la multitud y se acercó a JesĆŗs Ā«por detrĆ”sĀ». Tal vez tenĆa miedo de que tambiĆ©n JesĆŗs la humillarĆa y la rechazarĆa en asco.
Pero algo la empujaba: Ā«Con sólo tocar su manto, quedarĆ© sanadaĀ». Y asĆ, haciĆ©ndose camino a travĆ©s de multitud āasegurĆ”ndose de que nadie viera quiĆ©n eraā, tocó el manto de JesĆŗs. El Evangelio dice que JesĆŗs Ā«notó al instante que una fuerza curativa habĆa salido de Ć©lĀ» y la mujer tambiĆ©n sintió Ā«en su cuerpo que estaba curadaĀ». JesĆŗs se da la vuelta, «¿QuiĆ©n me ha tocado?Ā», pregunta. Aunque sabe muy bien quiĆ©n lo tocó, probablemente quiere que la mujer reconozca que ĆL fue la causa de su sanación.
ĀæQuĆ© fue lo que sanó a esta mujer? No fue un manto mĆ”gico que traĆa JesĆŗs. No fue ni siquiera el punto al que llegó su desesperación, su querer ser curada. Ā«Hija, tu fe te ha curadoĀ». Fue la fe en JesĆŗs lo que la la sanó, simbolizada en el acto de tocar su manto.
No es de extraƱar que las palabras salud y santidad, ambas compartan la misma raĆz. AsĆ que en esta historia de desesperación y de cómo Jesucristo trae la curación y la santidad de estas dos mujeres, me gustarĆa invitarte a reflexionar sobre tu enfermedad espiritual. Tal vez hay algo en tu vida, en tu infancia, en tu adolescencia o en tu vida actual que te tiene inmovilizado, como a la niƱa, sin poder avanzar o crecer. Tal vez tienes una enfermedad spiritual que, al igual que a la mujer con la hemorragia, ha sido una fuente de sufrimiento para ti, de vergüenza; algo que a tus ojos o a los de los demĆ”s te ha hecho impuro, y llevas arrastrando por aƱos; algo que ha ido erosionado tu esperanzaātu esperanza en ti mismo, tu esperanza en la vida, tu esperanza probablemente incluso en Dios y en su poder; algo que ha sido fuente de tu enfermedad espiritual, personal o fĆsica.
Un niño fue al zoológico con su papÔ. Se maravilló de todos los animales: las jirafas, los caimanes, los gorilas. Finalmente llegan a los elefantes. Los ven lanzando pelotas de playa, haciendo malabares, y parÔndose en dos patas. Después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus patas a una pequeña estaca clavada en el suelo.
Sin embargo, la estaca era sólo un minĆŗsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centĆmetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa me parecĆa obvio que ese animal capaz de arrancar un Ć”rbol de cuajo con su propia fuerza, podrĆa, con facilidad, arrancar la estaca y huir. Olvidando el asunto, aƱos despuĆ©s, crece y lleva a su propio hijo a ver a los elefantes. No pudiendo ignorar mĆ”s la pregunta, se acerca al entrenador:
Ā«DescubrĆ que por suerte para mĆ alguien habĆa sido lo bastante sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeƱo. CerrĆ© los ojos y me imaginĆ© al pequeƱo reciĆ©n nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo no pudo. La estaca era ciertamente muy fuerte para Ć©l. JurarĆa que se durmió agotado y que al dĆa siguiente volvió a probar, y tambiĆ©n al otro y al que le seguĆa…
Hasta que un dĆa, un terrible dĆa para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Este elefante enorme y poderoso, que vemos en el circo, no escapa porque cree pobre que NO PUEDE. Ćl tiene registro y recuerdo de su impotencia, de aquella impotencia que sintió poco despuĆ©s de nacer. Y lo peor es que jamĆ”s se ha vuelto a cuestionar seriamente ese registro. JamĆ”s… jamĆ”s… intentó poner a prueba su fuerza otra vez…
Vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad… condicionados por el recuerdo de Ā«no puedoĀ»… Tu Ćŗnica manera de saber, es intentar de nuevo poniendo en el intento todo tu corazón… Ā» ā J.L. Bucay
TĆŗ y yo tambiĆ©n podemos tener esas pequeƱas estacas de madera que nos atan: las creencias que nos obligan a pensar que toda lucha es inĆŗtil y que lo Ćŗnico que queda es la resignación. Igual que la mujer con hemorragia, tambiĆ©n podrĆamos haber agotado todos nuestros recursos y creer que, por lo menos para mĆ, no hay cura. Probablemente, como Jairo, temamos que nuestro hijoa, morirĆ”, y estaremos atados por este miedo. Son aquellas estacas en nuestras vidas que nos irĆ”n atando a una creencia limitante, a una forma condicionada de pensar que nos esclaviza y nos incapacita a la esperanza de que hay un poder que ha vencido la Muerte, un poder que nos ofrece una libertad insospechada.
Al igual que con la mujer, es imperativo superar la vergüenza, y encontrar el descaro, el coraje de acercarse a tocar el manto de JesĆŗs. Y utilizo la palabra coraje en su sentido etimológico, cor, corazón. Vivir una vida de autĆ©ntica fe es vivir una vida de coraje, de corazón fuerte. Viviendo de esta manera buscaremos un corazón mĆ”s fuerte que el nuestro, un poder mĆ”s grande que el de nuestros pobres mĆŗsculos: una confianza nueva en JesĆŗs y su mensaje. Ćl nos ofrece la fuerza para dar un buen jalón a esa estaca; nos ofrece un motivo para seguir esperando que ese momento llegarĆ”, hoy, maƱana, o en doce aƱos.
El miedo puede ser una de esas estacas de madera que nos limitan a crecer. No es de extraƱar que JesĆŗs le diga a la gente alrededor de la hija de Jairo, antes de hacer el milagro: Ā«No tengas miedo. No estĆ” muerta. Sólo duermeā. ĀæCuĆ”l fue su manera condicionada de pensar acerca de JesĆŗs? Probablemente, este hombre estĆ” loco. Esta niƱa estĆ” muerta. El Evangelio nos dice que incluso Ā«se reĆan de Ć©lĀ».
ĀæCómo serĆa tu vida sin miedo? Imagina tu vida como discĆpulo comprometido con coraje con el mensaje del Hijo de Dios. Ahora, no estoy diciendo que tomes un micrófono y vayas al centro de la ciudad a anunciar el Reino en los espacios pĆŗblicos: en tu misma vida, tu mismo lugar de trabajo, tu misma familia, tu misma escuela.
ĀæCómo serĆas en esta nueva vida? ĀæSi confiaras en Ć©l, con coraje, con corazón? ĀæCon quĆ© libertad experimentarĆas la Vida? ĀæCuĆ”n libre estarĆas de las experiencias de la muerte, de las ansiedades, miedos, y otras enfermedades espirituales? ĀæQuĆ© te podrĆa traer para abajo? Ā«Si Dios estĆ” con nosotros, ĀæquiĆ©n podrĆa estar en contra de nosotros?Ā» (Rom 8:31). Que MarĆa, la primera discĆpula de JesĆŗs, nos enseƱe la gran alegrĆa y libertad de confiar en Ć©l sin condicionamientos. Que nos muestre el valor de perseverar, para llegar a Ć©l y tocar su manto. Sagrado Corazón de JesĆŗs.
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