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Estaba leyendo el otro día una tira cómica en la que aparece Moisés bajando del monte, con las tablas de la Ley. Frente a él se reúne la multitud y este, dirigiéndose a ellos, dice: «Gente, les tengo una buena y una mala noticia. La buena noticia es que lo convencí de que se bajara a solo diez mandamientos.» En el siguiente cuadro dice «la mala noticia es que el adulterio sigue siendo uno de ellos». Jesús nos muestra una nueva manera de vivir la Ley, un modo que comienza en nuestro interior: nos habla del corazón y de la conciencia. Una de las grandes contribuciones que la reflexión de nuestra fe ha dado al mundo occidental es esta noción de conciencia: el escuchar la voz de Dios en nuestro corazón empujándonos a actuar, retándonos. La manera en la que Jesús da esta enseñanza es comparando la Ley con lo que él viene a enseñarnos.
Estaba leyendo el otro día una tira cómica en la que aparece Moisés bajando del monte, con las tablas de la Ley. Frente a él se reúne la multitud y este, dirigiéndose a ellos, dice: «Gente, les tengo una buena y una mala noticia. La buena noticia es que lo convencí de que se bajara a solo diez mandamientos.» En el siguiente cuadro dice «la mala noticia es que el adulterio sigue siendo uno de ellos». Jesús nos muestra una nueva manera de vivir la Ley, un modo que comienza en nuestro interior: nos habla del corazón y de la conciencia. Una de las grandes contribuciones que la reflexión de nuestra fe ha dado al mundo occidental es esta noción de conciencia: el escuchar la voz de Dios en nuestro corazón empujándonos a actuar, retándonos. La manera en la que Jesús da esta enseñanza es comparando la Ley con lo que él viene a enseñarnos.
«Ustedes escucharon… Pues ahora yo les digo.»
«Ustedes escucharon «No matarás», pues ahora yo les digo: «El que guarde rencor, odio y enojo en su interior, ya está matando«.
Oyeron: «No cometerán adulterio», y ahora yo les digo: «Cualquiera que mire con lujuria a una mujer ya está cometiendo adulterio«.
Se les dejó escrito: «No dirás falsos testimonios», y yo les digo: «ni siquiera juren«».
Y Encima de todo, Jesús da la enseñanza del matrimonio y de su indissolubilidad. Si observamos el sermón de la montaña por sí solo, podemos decir que es una mala noticia para nosotros los cristianos. ¿Cómo nos puede decir Jesús que también tenemos que cuidar nuestros pensamientos y nuestros deseos? Imagínate que la ley civil empieza a juzgarnos no sólo por nuestras acciones y palabras, sino también por nuestros actos mentales, que la policía te pudiera arrestar por aquel pensamiento que consentiste o aquel deseo que albergaste. ¿¡Quién se salvaría!? Parecería que eso es lo que viene a decir Jesús, que no solo hay que cuidar nuestras palabras y acciones, sino también nuestros pensamientos. ¿Quién puede entonces podrá ser salvado?
El sermón de la montaña no está ahí solo, aislado; hay algo que lo envuelve. Eso es lo que trata la primera lectura. «Si eliges, puedes guardar los mandamientos y ellos te salvarán […] He puesto delante de ti fuego y agua […], el bien y el mal […], la vida y la muerte…» (Ecl 5, 16-17). Tú y yo elegimos. Dios nos ha dado libertad de elección. Podemos escoger entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. Nosotros somos capaces de elegir amar o temer. Precisamente, solo una criatura libre puede elegir amar. Si Dios hubiera querido no ser ofendido, no nos habría otorgado la libertad, pero no lo habríamos podido amar. Lo que envuelve el sermón de la montaña es lo que San Pablo dice: «El amor es la plenitud de la ley» (Rm 13, 10), Jesucristo.
Estaba visitando a una señora que quería recibir la Comunión cada semana y pidió que un sacerdote pasara a confesarla. Llegué a la casa, llamé a la puerta y me abrió el que me pareció ser su hijo.
—Hola, padre. ¿Qué lo trae por acá? —me dijo.
—Bueno, vengo a escuchar la confesión creo que de tu mamá.
Cerró la puerta y oí que estaban platicando. Tras unos minutos, ella me abrió la puerta y me dijo:
—Padre, ya no lo voy a necesitar, porque hablé con mi hijo y es cierto: yo soy templo del Espíritu Santo y Jesús me ama. Él ya me ama y me perdona todo.
Y me cerró la puerta. Lo primero que me vino a la mente fue justamente este pasaje. Sí, Jesús nos ama, nos perdona y redime nuestros pecados, pero no olvidemos lo que Jesús mismo dijo, que «no vino a abolir la ley y los profetas!» (Mt 5, 17). No llegó para cancelar todo lo que se ya se había dicho, ni todo lo que Dios había revelado. Pudo haber dicho «¿Saben qué? Todo lo que han escuchado y aprendido hasta ahora está suspendido, la Ley ya no es vigente.» ¡Como si solo bastara ser amado y sentirse amado por Jesús! Al contrario, Jesús nos advierte de ver en sus palabras un mensaje abolicionista: no ha venido a revocar la Ley, sino a darle plenitud. Hay que ser cuidadosos en la manera en la que nos examinamos a nosotros mismos. Nosotros podemos ser nuestro juez más duro o nuestro juez más indulgente. Podríamos preguntarnos: «¿Qué sentido tiene la ley, entonces, si Jesús ya vino a darle plenitud en el amor?».
Entra un joven con mucho dinero a una agencia de carros lujosos. Empieza a observarlos hasta que uno le llama la atención: el Lamborghini Murciélago. Negro, precioso, bien pulido, aerodinámico, con las puertas verticales para mayor comodidad…
—Quiero manejarlo—le comunica al vendedor.
Lo maneja, lo disfruta, lo sube hasta las doscientas millas por hora. Cuando llega a la agencia, se dirige al vendedor:
—Sí, me gusta. Este es el carro que yo quiero.
— Muy bien. Este es uno de los mejores carros que hemos construido jamás. Requiere de gasolina ultrapremium; necesita también del mejor aceite del mercado, y lo tienes que cambiar constantemente. Hay que ser cuidadoso con el mantenimiento… Cuídate además de las llantas, no lo manejes donde sea.
El joven se queda pensativo y le dice:
— ¿Sabes que? No me gusta la gasolina, se me hace muy fuerte el olor y es muy peligrosa. Creo que mejor voy a utilizar champagne, me gusta más el sabor y quiero que mi carro la use. El aceito tampoco me gusta, mejor le voy a poner mermelada de fresa al motor. El color me gusta más y es más dulce.
A veces me da la impresión que nosotros también actuamos así: «Jesús, todo lo que estás diciendo suena bien, pero ¿estas cosas de cuidar mis pensamientos, mi vista y mis deseos…? ¿y lo del matrimonio? Eso ya es más difícil. No, yo prefiero el champagne». Comenzamos de este modo a cambiar la ley, a ajustarla a nuestra medida.
La Ley es el manual de usuario de este carro. Si quieres cuidar de este carro que se te ha dado, de este asombroso regalo -dotado de un cuerpo, de una mente, de un corazón- capaz de una increíble fuerza de amor, de trabajar y entregarse a una persona-, tienes que cuidarlo y darle el mejor aceite y gasolina. No te puedes entregar a cualquier sentimiento o emoción, a cualquier pensamiento que siembre odio y resentimiento. La ley de Dios tiene como objetivo nuestra perfección. Nos enseña a amarnos a nosotros mismos, a los demás y a Dios. No para constreñirnos, sino todo lo contrario: para hacernos más libres.
«Jesús, me cuesta trabajo entender lo que dices, pero escojo amarte, seguirte. Escojo amar a mi esposa, a mi esposo e hijos, a mis enemigos porque el amor me libera y el odio me constriñe». Todo es un tema de elección: en mi libertad elijo no ceder al chisme o la murmuración, no porque me alguien me lo prohíba, sino por amor al prójimo, a mí mismo y a Dios; escojo no contemplar esas imágenes provocativas, no porque alguien me lo prohíba, sino porque elijo amar mi dignidad y la de los demás; escojo soltar este pecado de resentimiento que he llevado por meses o años en mi corazón. No lo hago porque tenga que hacerlo, sino porque así lo elijo, y esto me hará más libre. Así mismo, tomo la decisión de perdonar una y otra vez, no porque me sea fácil -nunca lo es-, sino porque es lo que me trae libertad. La ley de Cristo nos hace más capaces de amar de acuerdo a nuestra naturaleza. Solo una persona libre puede elegir amar y solo una persona libre puede escoger seguir la Ley de corazón. ¿Acaso no es eso de lo que trata la segunda lectura de hoy? «Ningún ojo vio, ningún oído ha escuchado, ninguna mente ha concebido lo que Dios tiene preparado para lo que les aman» (Corintios 2, 9). Ahí es donde está nuestro tesoro: no en adaptar la ley a nuestros caprichos y miedos, sino en adaptarnos nosotros a la ley del amor a Cristo.
Vamos a pedirle a la Virgen María que nos enseñe cómo escoger la libertad, la vida, y la bondad de la ley a la que Cristo ha venido a dar plenitud. Así sea.
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